OPINIÓN

Doña Democracia
28/02/2025

Doña Democracia

Había una vez, hace más de dos mil años, en una pequeña ciudad llamada Atenas, una señora a la que todos conocían como Doña Democracia. No era como las demás mujeres de la ciudad; no se dedicaba a tejer tapices ni a organizar fiestas en honor a los dioses, tampoco a ser esposa ni a ocuparse de las tareas domésticas. Ella tenía una misión mucho más grande: ¡ser el alma de la política ateniense!

Doña Democracia era carismática, siempre vestida con toga, ¡pero no una cualquiera! Su toga era la más reluciente, la más colorida, y llevaba una corona de laurel que la hacía brillar como si estuviera a punto de dar un discurso en el Ágora. Claro, no todos la apreciaban ni la veían con los mismos ojos; había quienes decían que era algo desorganizada y que amaba escuchar la opinión de la gente. Pero, ¿quién podría contrariar a una dama capaz de hacer que cualquier ciudadano de Atenas —incluso los menos preparados— se sintiera juez del comportamiento ajeno y un ilustre orador en el Parlamento?

Un día, Doña Democracia decidió organizar una reunión en el Ágora para discutir un asunto importante: ¿deberían los atenienses dedicar su tiempo libre a inventar nuevas formas de filosofía, o deberían finalmente decidir qué hacer con el dinero sobrante del ejército?

El primero en llegar fue Sócrates, quien, como siempre, traía su típica apariencia desaliñada, su mirada profunda y su amor por hacer preguntas. Y no hacía preguntas frívolas como "¿qué comemos hoy?", no, no... él planteaba cuestiones filosóficas intensas, como "¿qué es la justicia?", "¿cómo sabes que eres sabio?", y otras que, por supuesto, no resolvían nada práctico, pero dejaban a todos pensativos.

—Doña Democracia, querida, ¿estás segura de que todos los ciudadanos de Atenas deberían tomar decisiones sobre todo? Porque si yo les pregunto: "¿Qué es la verdad?", me temo que no llegaríamos a un acuerdo.

Doña Democracia, que era bastante paciente pero también algo terca, le sonrió y respondió:

—¡Sócrates! A ver si me entiendes, querido. El pueblo tiene que decidir. ¡Imagina a los atenienses tomando decisiones juntos! A lo mejor no todos estarán de acuerdo, pero seguro que sería más divertido que ver a tu amigo Platón, con su eterna cara de filósofo triste, escribiendo diálogos sobre cosas que nadie entiende.

En medio de la charla apareció Pericles, líder de Atenas, "el rodeado de gloria", según el significado de su nombre. Con su habitual aire de hombre sabio, siempre parecía tener las cosas bajo control. Como uno de los gobernantes de aquella polis, pensaba que su palabra debía ser escuchada; sin embargo, al ver a Doña Democracia organizando el evento, su rostro se contrajo en una expresión de desagrado.

—¡Doña Democracia! ¿Estás segura de que todos deberían tener voz? A veces los plebeyos no saben lo que dicen. ¡Deberíamos dejar las decisiones en manos de expertos como yo! Al fin y al cabo, soy quien construye el Partenón, no ellos.

Doña Democracia, sin perder la compostura ni la sonrisa, le contestó:

—¡Pericles! ¡No seas tan serio! El pueblo sabe lo que hace. ¡Mira cómo todos se convierten en expertos en filosofía, política y hasta en guerra! ¿Quién necesita una élite cuando tenemos a la gente hablando de todo, desde las polémicas provocadas por Sócrates hasta las últimas modas en sandalias?

—Pero... ¡el pueblo no sabe lo que está haciendo! —exclamó Pericles, ya medio desesperado.

Doña Democracia hizo una pausa dramática y le dio un golpecito en el hombro.

—Bueno, al menos la gente participa, y lo importante es que tenga la oportunidad de equivocarse a su manera.

En ese momento, entraron Demóstenes y Aristóteles, cada uno con su discurso preparado, aunque muy distintos. Demóstenes, logógrafo experimentado y famoso por sus oraciones dramáticas y discursos elocuentes, levantó la mano:

—¡Democracia! ¡Lo que necesitamos es un cambio radical en la educación! La gente debería aprender a hablar como yo, ¡y así todos seremos sabios!

Pero Aristóteles, que siempre prefería las soluciones prácticas, intervino:

—Demóstenes, creo que la democracia funciona mejor si todos tienen la oportunidad de tomar decisiones, incluso si no son tan buenos oradores como tú.

Doña Democracia observaba cómo cada uno de ellos luchaba por demostrar quién tenía la razón. Los atenienses se habían convertido en verdaderos expertos en hacer ruido y generar caos, siempre con las mejores intenciones. Ella solo los miraba con una sonrisa satisfecha, sabiendo que, en el fondo, cada uno tenía algo valioso que aportar.

Un ciudadano que no figuraba entre los invitados, pero que le debía ciertos favores a Pericles, se entrometió en la asamblea para abordar la gran confusión generada por la elección de los jurados en Atenas. Sin mucha formalidad, con la voz temblorosa, propuso que los miembros del tribunal fueran elegidos por expertos. Al escucharlo, Doña Democracia no pudo evitar reír y reafirmó su principio de que debía ser el pueblo quien tomara la decisión.

Sócrates, que escuchaba atentamente, se unió al desconcierto, sugiriendo que la justicia podría volverse aún más confusa si todos se pusieran a filosofar en medio de un juicio.

Al final del día, Doña Democracia recordó que lo fundamental era que los atenienses tuvieran voz, aunque nadie entendiera nada. No se podía negar que eran los mejores en inventar teorías filosóficas, criticar a los líderes y escribir comedias sobre todo lo que sucedía.

—¡Así que, otra vez a votar! —gritó eufórica, mientras sacaba un enorme jarrón de vino para brindar.





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