El lenguaje político soez

Tal vez piensan que el lenguaje soez puede llegar a ser un recurso para liberar la tensión emocional con expresiones excesivas, hiperbólicas, encolerizadas ("Mentar madre te hace bien", se titula un libro de Emma Byrne, según el cual las palabrotas, cuando se usan juiciosamente, tienen beneficios fisiológicos y psicológicos sorprendente

Esta semana, al concluir una clase, un grupo de alumnos universitarios me abordó para pedir mi opinión acerca de las "leperadas" que salen de la boca de uno que otro actor político en medio del proceso electoral que estamos viviendo. Entendí el asunto. Entendí el contexto. Procuré, por lo mismo, ser académicamente mesurado en la respuesta. Lo que a continuación comparto es una versión un poco más extendida de lo que brevemente les dije.

De entrada, se ha demostrado que en política, como en muchas otras circunstancias de la vida, cuando la cordura sucumbe ante la desesperación y la frustración, se profieren terribles y apasionados insultos.

El problema es que suele olvidarse que en política el idioma es garantía de convivencia y de comprensión mutua. Es un instrumento esencial de la democracia. Descuidarlo es lo más parecido a convertir las palabras en misiles.

El insulto y la descalificación sistemática se han apoderado progresivamente de la lengua que utilizan nuestros políticos y gobernantes en los foros públicos y en los medios de comunicación, en contra de todo principio ético y de urbanidad.

Que haya quienes utilizan un lenguaje soez (bajo, indigno, obsceno) "para estar a la moda de la chaviza" o codificar un mensaje dispuesto especialmente para una audiencia malhablada resulta denigrante. Lo es para quien lo practica, pero también para el ejercicio de la política. En su propósito de ser "expresivamente audaces" o ganar reflectores como "símbolos de expresión popular" (más bien vulgar), estos personajes opacan su propio raciocinio y le rinden tributo a una especie de dios bufón.

Tal vez piensan que el lenguaje soez puede llegar a ser un recurso para liberar la tensión emocional con expresiones excesivas, hiperbólicas, encolerizadas ("Mentar madre te hace bien", se titula un libro de Emma Byrne, según el cual las palabrotas, cuando se usan juiciosamente, tienen beneficios fisiológicos y psicológicos sorprendentes, tesis que no comparto: hay otras formas). Desconozco en qué grado —quienes incurren en estos deslices verbales— están dispuestos a rectificar. Me acordé de aquella frase que reza: "Hay tres cosas que nunca vuelven: la palabra pronunciada, la flecha lanzada y la oportunidad perdida". En nuestro medio político no se lanzan flechas (al menos las que físicamente conocemos), pero demasiadas palabras se pronuncian sin pensar.

Es cierto que estas personas logran ponerse en boca de todos. Persiguen ese objetivo para salir del ostracismo al que se vieron sometidos por su propia incapacidad, aunque lo hacen bajo el supuesto equivocado de que lo grosero resulta seductor; divertido quizá sí, seductor no. Pintan su propio perfil: escasez de ideas y abundancia de demagogia.

Es curioso que algunos de ellos fincan su estrategia en señalamientos punzantes contra la falta de control gubernamental para frenar la violencia. No caen en la cuenta de que su lenguaje es también una apología a la violencia, de otro tipo, pero al fin y al cabo violencia. La agresividad verbal merece ser frenada como una ola a la que se le deben poner presas, porque de lo contario terminará por ahogarnos.

No hay que confundir las cosas: una crítica bien fundada es válida, la ligereza de un insulto, no. Siempre deberíamos aspirar a que de la "cocina lingüística" de un político resulten platillos suculentos, dignos de ser degustados.

EL DATO

Sé a qué se debió el cuestionamiento de mis futuros colegas: es del dominio público que una candidata usó expresiones nada agraciadas —muy denigrantes— para calificar a los que, según dijo, se subordinan ante políticos y gobernantes. Ella misma, por cierto, en el año 2022 acusó de misoginia y violencia política de género a un diputado por haberla aludido con la popular frase: "No sé qué pito toca..." (la demanda no prosperó, como era de esperarse). Ver para creer.