El atentado
En cuclillas detrás del pódium, con la mirada brumosa y los sentidos confundidos, se llevó la mano al rostro y sintió correr la sangre por sus mejillas. Un sobresalto se apoderó de todo su cuerpo.
En cuclillas detrás del pódium, con la mirada brumosa y los sentidos confundidos, se llevó la mano al rostro y sintió correr la sangre por sus mejillas. Un sobresalto se apoderó de todo su cuerpo.
—¡No se levante aún! Solo es un rozón de bala en la oreja: un afortunado rozón que puede inducir el olvido de cualquier agravio y encaminar sus pasos hacia una victoria contundente —le dijo un colaborador cercano.
En medio del pavoroso bullicio que las detonaciones provocaron, el expresidente no pudo asimilar mucho el significado de aquellas palabras.
—Manténgase sereno, estoico —fue la recomendación—. Póngase poco a poco de pie y eleve su puño con la fuerza de quien ha sorteado las trampas del destino.
Así lo hizo. Con un gesto desafiante, se puso de pie y en pie. Percibió el pánico de la nutrida audiencia y, al tiempo que movía vigorosamente su brazo en el aire, vociferó las palabras que poco tiempo después se tradujeron en el grito de batalla de miles de correligionarios republicanos: “¡fight, fight!”, es decir, ¡luchad, luchad!
El breve pasaje que ofrezco como preámbulo se encuentra aderezado con cierta ficción. Recrea uno de los momentos más álgidos del atentado que sufrió Donald Trump el sábado 13 de julio, cuando realizaba un mitin en Pensilvania. Lo que me interesa enfatizar es el efecto propagandístico derivado del lamentable acontecimiento, que se suma a otra docena de intentos de asesinato que han sufrido presidentes, expresidentes y candidatos presidenciales en Estados Unidos, desde Abraham Lincoln hasta John F. Kennedy.
Al margen de suponer que la tentativa de magnicidio es resultado de la polarización política que vive la sociedad estadounidense, este hecho da lugar a una narrativa que electoralmente termina siendo muy rentable: no es contra el candidato, sino contra todo el país. En este tenor, la víctima de la violencia se erige en victimario del miedo, el único capaz de devolver la confianza y la concordia al pueblo, extraviadas durante el gobierno de los demócratas.
La confirmación de esta hipótesis se reveló un par de días después del ataque, el pasado lunes, cuando Trump hizo una reaparición triunfal en la Convención Republicana con la oreja izquierda vendada. A partir de ahí la retórica dio un giro. Al estilo del thriller político “El sucesor designado” (en el que un atentando intenta diezmar al gobierno), escucharemos al ahora candidato convocar a la unidad, a demostrar el carácter, a permanecer fuertes para “impedir que triunfe el mal”.
Como si se tratara del discurso fúnebre que Pericles pronuncia ante los atenienses en el fatídico invierno del año 431 antes de nuestra era, cuando apenas comenzaba la guerra del Peloponeso, veremos a un Trump que transita de la Corte a la antesala de la Casa Blanca, apelando al sentido del deber, a la sed de honor y a la causa común de la seguridad de la patria, cuando en realidad lo mueve el orgullo personal y la búsqueda de la aprobación ajena. Es su gran oportunidad para desterrar del imaginario social el impacto de los agravios que cometió; pondrá en su lugar el perfil del hombre capaz de sobreponerse al castigo e incluso dar su vida por la libertad, porque es mejor sufrir la muerte antes que salvarse huyendo.
Pero la historia no estaría completa si olvidamos que en los genes de un tirano anidan el oportunismo y la mentira. Les recomiendo la lectura de la biografía sobre Fernando VII, escrita por el historiador español Emilio La Parra (“Fernando VII. Un rey deseado y detestado”, Tusquets Editores, 2018), en la que desentraña las razones de la popularidad de aquel monarca a pesar de su carácter despótico y sus modos dictatoriales.
Fernando VII, argumenta el historiador, “fue incluso más que un rey absolutista. Tuvo plena autoridad sobre sus súbditos, pero no observó ningún reparo en saltarse las leyes y vigiló hasta los más mínimos detalles de su acción de gobierno. A la hora de preguntarnos por los motivos de su influencia sobre el pueblo pese a su despotismo, habría que resaltar que fue muy hábil para beneficiarse siempre del odio hacia sus enemigos […] Sabía llevar a los interlocutores a su terreno y siempre elegía actuar cuando las circunstancias políticas le favorecían”.
Por cierto, en este libro el autor también aborda el tema de la propaganda, orquestada por una gran red de colaboración, lo que le permitió al monarca construir una imagen que, pese a las evidencias que casi siempre mostraban lo contrario, las más de las veces lo favorecieron. Se llamó Fernando VII, pero hoy su cara puede ser la de Donald Trump.
¡Cuánta verdad hay en aquella frase atribuida a Aldous Huxley!: “Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”.