Balada de Año Nuevo

En estos días de efímera tregua laboral, cayó en mis manos una edición facsimilar del Tomo I de las obras en prosa de Manuel Gutiérrez Nájera

En estos días de efímera tregua laboral, cayó en mis manos una edición facsimilar del Tomo I de las obras en prosa de Manuel Gutiérrez Nájera, originalmente publicado en 1898, tres años después de que el escritor, poeta y periodista mexicano falleciera a la temprana edad de 36 años (por cierto, el pasado 22 de diciembre se cumplieron 165 años de su nacimiento). Este volumen incluye un compendio de los denominados "Cuentos frágiles", y el primero que aparece lleva por título "Balada de Año Nuevo", una historia desgarradora que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de la existencia y la inevitabilidad de la muerte.

Recordé que había leído este cuento casi una década atrás, en una especie de monografía acerca del modernismo literario en América Latina, movimiento del cual Gutiérrez Nájera es considerado uno de los precursores y Rubén Darío su máximo representante. Decidí entonces escribir sobre este cuento a unos días de comenzar el año nuevo, a pesar de su tono trágico, porque encierra una poderosa lección sobre el amor y la capacidad humana de aferrarse a la esperanza, incluso en las circunstancias más adversas. De esta manera, pretendo mostrarle —apreciado lector— que ante la inevitable fugacidad de la vida debemos valorar a quienes están a nuestro lado y expresarles amor, gratitud y cuidados.

"Balada de Año Nuevo" nos sumerge en la desventura de una familia que lucha por salvar a su hijo en la víspera del Año Nuevo. La historia transcurre en una alcoba silenciosa, donde un niño, aquejado por una enfermedad terminal, yace inmóvil mientras su madre, Clara, y su padre, Pablo, se aferran a una esperanza cada vez más débil.

Con un lenguaje cargado de emoción y simbolismo, Gutiérrez Nájera construye un ambiente impregnado de desesperación: las plegarias incesantes de la madre, la impotencia desgarradora del padre y los esfuerzos vanos del médico componen un retrato conmovedor de la fragilidad humana. La narrativa culmina con la muerte del pequeño, de apenas cuatro años, a pesar de los intentos por aliviarlo, un desenlace que contrasta con el bullicio de la calle, donde otros niños celebran la llegada del Año Nuevo, lo que enfatiza la coexistencia del dolor y la alegría, de la pérdida y la renovación —como dos caras de una misma moneda—, elementos esenciales de la vida misma.

En medio de los tiempos convulsos que vivimos, cuando observamos con preocupación el quebranto de las estructuras familiares, este sensible relato nos impulsa a contemplar la vida como un mosaico de luces y sombras, donde, incluso en los periodos más oscuros, la belleza de los vínculos humanos puede prevalecer sobre el dolor.

En Clara y Pablo, los padres del niño, vemos reflejada la esencia de la humanidad: la resistencia inquebrantable de quienes aman, aun cuando las circunstancias parecen irremediables. Su inmenso amor nos recuerda que el verdadero valor de la vida no está en su duración, sino en cómo la vivimos y compartimos.

A poco de que el calendario marque un nuevo inicio, fecha que suele ser símbolo de renacimiento y promesas, esta historia se convierte en un recordatorio contundente: no importa cuán incierta o difícil sea la vida, siempre podemos elegir abrazar el tiempo que tenemos con las personas que amamos. Aunque no es posible detener el paso del tiempo ni las pérdidas que este trae consigo, sí podemos hacer que cada momento cuente, que cada instante tenga un peso incalculable. En última instancia, la verdadera riqueza que trasciende es el amor que dejamos en los corazones de quienes nos rodean.