La otra mirada
Los mexicanos y la Muerte
Para nadie es extraño que los mexicanos nos reímos de la Muerte y jugamos con ella, vivimos con ella y nos encomendamos a ella. La festejamos y nos la comemos en forma de pan y de dulce. Esta cercanía no es de reciente adquisición, viene de tiempos anteriores a la llegada de los españoles. Ya el rey–poeta Netzahualcóyotl (1391-1472), había escrito lo siguiente: "Somos mortales / todos habremos de irnos, / todos habremos de morir en la tierra... / Como una pintura, / todos nos iremos borrando. / Como una flor, / nos iremos secando / aquí sobre la tierra... / Meditadlo, señores águilas y tigres, / aunque fuerais de jade, / aunque fuerais de oro, / también allá iréis / al lugar de los descansos".
Esta añeja inmersión con la Muerte, desde tiempos ancestrales y que se complementa y enriquece con la llegada de los españoles, provocó que en el México contemporáneo tengamos un sentimiento muy personal ante la Muerte y el dolor que nos produce, y que, se puede afirmar, nos ilumina la vida. Además, contamos con una confianza especial hacia ella, misma que nos permite hablarle de tú, de igual a igual. Con respeto pero sin engominar el lenguaje. Sin rebuscamiento alguno. Así, la llamamos Calaca, Tilica, Flaca, Catrina, Parca, Huesuda, Desdentada, Guadaña, Pelona, Doña Huesos, Tiznada, Copetuda, Santa, o, incluso, Patrona. Además, nos permite hacerla el centro de nuestra obra, misma que en ocasiones adquiere tintes escatológicos, de necrofilia o lúdicos; o de tratados de tanatología, filosofía, antropología, arqueología, sociología, autoayuda o, en verdad, científicos.
Pero un aspecto a destacar porque es el reflejo del alto nivel de aprecio que los mexicanos le tenemos a nuestros muertos, y por ende a nosotros mismos, es la convivencia, si se acepta este concepto, entre vivos y muertos que se da primordialmente al interior de los cementerios. Convivencia cargada de rituales que unifican criterios y comportamientos y que son fácilmente comprobables en las ceremonias laicas como en las místico-religiosas. Entre las primeras, las cívicas, se encuentran las realizadas en los aniversarios luctuosos de héroes, de personajes ilustres y de ídolos. Dentro de las segundas, las místico–religiosas, sobresale la celebración del Día de Muertos, el 1 y 2 de noviembre de cada año, y que tanto renombre ha dado a México y a la que el periodista Sebastián Verti definió como "la conjugación, en el luto mexicano, de inocente alegría y crepuscular tristeza, adornadas con una flor de varios colores que la naturaleza ha creado casi especialmente para esos momentos: los esbeltos pétalos de la bella flor de cempasúchil (o cempoalxóchitl)".
También hay que mencionar que de un tiempo a la fecha el 31 de octubre de cada año se realiza la Noche de Brujas o Halloween, costumbre llegada al país por influencia de Estados Unidos, y cuyo origen se remonta a la fiesta consagrada a la víspera de Todos los Santos (All hallow even o Hallowed evening) del pueblo celta. Pero hay que tener presente que la principal diferencia entre la Noche de Brujas y el Día de Muertos, es que según la primera los muertos, monstruos y brujas vienen a este mundo a espantar a los vivos; y en el segundo los familiares de los muertos los agasajan, con respeto, misticismo y sin miedo. La Noche de Brujas no ha pasado de ser una oportunidad de reunión para los jóvenes y de pedir jalogüin (dulces o dinero) para los niños. Jóvenes y niños que, además, aprovechan esta festividad para disfrazarse con el fin de espantar. El Día de Muertos, en contraparte, por su enorme contenido místico, cultural, tradicional y social ha sido reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, aspecto que nos llena de orgullo porque proyecta una imagen de apego a nuestras creencias y costumbres; así como de reconocimiento a nuestras propias identidades y lealtades para con nuestros seres queridos.
*Escritor. cadenacardenasjavier@gmail.com