Una revolución como no hay otra Ciudad de México
¿Una revolución de izquierda que habla de integración con América del Norte tiempo que al no deja de mirar al sur?
¿Transformación es un eufemismo?", le pregunté a Andrés Manuel López Obrador en una de aquellas entrevistas que le hice en los más aciagos días de la pandemia en Palacio Nacional. "Toda transformación —me respondió— es una revolución".
Y de revolución habló también la noche de su avasallador triunfo —"un triunfo del pueblo de México" lo llamó ella— la virtual presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo, en ese Zócalo que pasada la medianoche esperaba emocionado su mensaje.
No ha habido en la historia una revolución como la que está en marcha en México. Tan extraordinario, tan único, es este proceso social que, incluso a quienes lo vivimos, nos resulta difícil reconocerlo y caracterizarlo adecuadamente.
Otro tanto sucede con las izquierdas en América Latina y el mundo y, también, con la derecha internacional. El discurso heterodoxo de Andrés Manuel y de la propia Claudia, la práctica política de ambos, deja perplejos a unos y a otros.
¿Una revolución de izquierda que habla de integración con América del Norte tiempo que al no deja de mirar al sur?
¿Una revolución que ha conseguido que México se convierta en el principal socio comercial de Estados Unidos?
¿Una revolución que no es dirigida por una vanguardia sino que se somete, en las urnas a la voluntad del pueblo?
¿Una revolución que delega en las masas la conducción del proceso? ¿Una dirigencia que, convertida en gobierno, se arrodilla ante la gente común?
¿Una revolución que habla de libre mercado y tiene relaciones respetuosas con la iniciativa privada al tiempo que defiende el principio de que "por el bien de todos primero los pobres"?
¿Una revolución que hace suyo el principio de austeridad republicana que promovía el Fondo Monetario Internacional al tiempo que reivindica la rectoría del Estado sobre la economía y que observa una escrupulosa disciplina fiscal?
¿Una revolución que, a pesar de enfrentarse a todo el peso de los poderes fácticos, respeta y garantiza el derecho de organización y libre manifestación de esas y esos que la consideran un enemigo al que es preciso exterminar?
¿Una revolución que no cae en la tentación de suprimir, censurar, cooptar o comprar los medios y las voces que en ellos operan descaradamente para destruirla y que en todo caso, y en el pleno ejercicio de su derecho de réplica, solo dice abiertamente sus verdades a quienes mienten?
¿Una revolución que respeta la división de poderes aun sabiendo que en ellos se encuentra enquistado y haciendo trabajo de zapa el viejo régimen al que el pueblo, en 2018 y ahora de nuevo en 2024, le ordenó desmantelar?
¿Una revolución que al llegar al poder en lugar de cambiar la Constitución para garantizar mantenerlo en sus manos —como han hecho tantos movimientos revolucionarios— la cambió pero para establecer en ella la Revocación de Mandato y poner así —como lo hizo Andrés Manuel, como lo hará Claudia— su propia cabeza en la picota?
¿Una revolución que renuncia al uso de la fuerza del Estado siendo gobierno y que jamás, en la lucha política y aun en las peores circunstancias —cuando la violencia popular era incluso justificable y necesaria— rompió siquiera un vidrio?
¿Una revolución que abre los brazos a quienes quieren unirse al proceso y no lanza anatemas para fulminar y excluir a aquellos que no son puros y duros?
¿Una revolución sin dogmas ni principios doctrinarios rígidos que ha logrado que, en este país, baste con ser decente para ser revolucionario?
"México —me dijo un respetable intelectual de izquierda— va en el cabús de la revolución de América Latina": se equivocó. México es la locomotora de la transformación, que hoy, que el mundo se inclina a la derecha, demuestra cómo hay que abrir paso, pacífica y democráticamente, a la libertad y a la justicia.