Repensar la ciudad

La gestión de la convivencia urbana es cada vez más difícil, sobre todo en ciudades con acelerado crecimiento poblacional y, por ende, mayor demanda de servicios

La gestión de la convivencia urbana es cada vez más difícil, sobre todo en ciudades con acelerado crecimiento poblacional y, por ende, mayor demanda de servicios. Las pugnas por el espacio público -que no común, porque este debe ser producto del consenso- da lugar a conflictos entre vecinos, comerciantes, transeúntes y automovilistas. Muchos indicios hay de esta batalla urbana: basura en las calles, aparcamiento en lugares prohibidos, “privatización” de banquetas, robo de rejillas de alcantarillado, ambulantaje, inseguridad, contaminación auditiva, airadas protestas contra los gobiernos, entre otros.

Al parecer, este caótico escenario indica que un territorio compartido no constituye por sí mismo una instancia donde florezca el bien común. Zygmunt Bauman afirmaba que “hoy el espacio público se erosiona por la ruptura de los lazos sociales, se convierte en un contenedor lleno hasta el borde del miedo y la desesperación flotantes que buscan desesperadamente una salida. Y el temor o el miedo no unen a las personas, sino que refuerzan los mecanismos de privatización y enclaustramiento de la vida social”.

Lo anterior supone que la construcción de identidad de las ciudades depende de cómo la gente desee vivir en ellas; por ejemplo, si las personas quieren vivir aisladas o junto a las demás, en el orden o el desorden, en la limpieza o la inmundicia. Todo viene a ser el resultado de lo que ellas mismas hacen o dejan de hacer en su entorno.

Cierto, no es fácil encontrar espacios públicos citadinos donde prevalezca un mismo patrón; lo común es que existan algunos lugares donde el orden es el signo distintivo y otros donde el abandono y la anarquía se imponen. En buena medida, son las diferencias de idiosincrasia, de formación, de actitudes y valores las que marcan la pauta. Decía Immanuel Kant que “de la madera torcida de la humanidad, nada recto puede hacerse”. Una ciudad es defectuosa (torcida) en parte por sus desigualdades, sus tensiones y excesiva concentración poblacional, la más de las veces en ambientes urbanos poco organizados, pero además lo es por la apatía, la irresponsabilidad y la falta de solidaridad de quienes la habitan.

Es común observar a un mayor número de personas que muestran desapego hacia los valores ciudadanos y culpan a los gobiernos de tal desidia. La indiferencia e insatisfacción, por lo general asociadas con un creciente descontento con el desempeño del sistema político, provocan que las personas confíen menos. Pero ya no es solo desconfianza hacia las autoridades, sino también hacia los propios vecinos, sobre todo cuando sus escalas de valores y su nivel de compromiso social difieren sustancialmente.

Si hay algo que la complejidad de las ciudades modernas puede enseñarnos es la tolerancia. Yo, del mismo modo que usted, desearía tener de vecinos a personas que piensen igual a mí sobre las medidas de seguridad y cuidado de nuestros espacios de uso común. Sin embargo, ¿se imagina lo que pasaría si nos negáramos a vivir con gente que no fuera igual que nosotros? Por falta de tolerancia abriríamos la puerta de la discriminación. Hoy, por esa misma falta de respeto y empatía, observamos pronunciados conflictos entre vecinos que estresan la convivencia y la cohesión social.

Aristóteles escribió en su obra “Política” que una ciudad no es por su naturaleza tan unitaria; no se compone de iguales. Gentes semejantes no pueden dar existencia a una ciudad. Los individuos son más fuertes juntos que separados. Por eso, como cuenta Richard Sennett en su libro “Construir y habitar”, en tiempos de guerra Atenas dio protección a diversas tribus que huyeron del campo y trató como exiliados a los que luego se quedaron en la ciudad. A la reunión de personas distintas Aristóteles la llamó “synoikismós” (literalmente “cohabitación”), de donde vienen las voces modernas “síntesis” y “sinergia”. De esta última hemos aprendido que si dos personas trabajan juntas el efecto es mayor, el beneficio es extra, que si lo hacen por separado.

Hasta aquí reconocemos el valor de las diferencias dentro de un territorio, pero basta con mirar a nuestras ciudades actuales para darnos cuenta de que la proposición de Aristóteles -según la cual una ciudad debería estar formada por distintos tipos de personas- resulta traumatizante. Por lo mismo, a decir de Sennett, las ciudades en franco y desordenado crecimiento urbano deberían estar habitadas por personas que puedan desarrollar habilidades para gestionar la complejidad. Yo agregaría que, aunque poco o nada guste, también son necesarias estrictas regulaciones, reglas que se hagan cumplir, pues de lo contrario los intereses particulares terminarían por socavar el bienestar y la seguridad general.

A manera de corolario, recomiendo leer el interesante ensayo de Heidegger: “Construir Habitar Pensar”. La falta de comas indica que los tres términos son en conjunto una experiencia. Todos deberíamos estar integrados en un lugar construido por nosotros mismos, y no solo en lo material sino en lo relacional. Después de todo, vamos en el mismo barco y necesitamos hallar el sentido (compartido) de ser felices en este viaje a través del tiempo.