El joven Morin
“Cultivemos el lado poético del vivir” (E.M.)
El filósofo y sociólogo francés Edgar Morin cumplirá en poco más de una semana 103 años de edad. En alusión a su longevidad, afirmó en alguna ocasión que mientras esté poseído por las fuerzas de la vida, “el espectro de la muerte retrocede”.
A este joven pensador —y no lo digo con afán mordaz, sino porque en realidad, a más de un siglo de vida, lo distinguen su frescura, innovación y creatividad— comencé a leerlo hace dos décadas. Ha escrito alrededor de medio centenar de libros y continúa con una sorprendente actividad literaria: en este 2024 ya tiene en su haber tres obras más, entre ellas la publicación de una autobiografía inédita, escrita en 1946.
Acercarse a sus ideas es siempre un placer y un acicate para la reflexión. Él acuñó la noción del “pensamiento complejo”, una propuesta filosófica que opta por una visión holística —no fragmentaria ni parcial— de los hechos, tanto en términos de conocimiento científico, como de ética y moral. Según su teoría, somos más que culturas diferenciadas; somos una especie de cultura planetaria. Tenemos la capacidad de conectar diferentes dimensiones de la realidad que hemos ido adquiriendo a medida que la humanidad progresa y evoluciona.
En su perspectiva, la realidad se puede comparar con un tejido compuesto por múltiples tejidos, por lo que, a mayor complejidad, necesitamos tener en cuenta más detalles sobre la sociedad en que vivimos para poder comprenderla mejor. En otras palabras, las opiniones bien fundamentadas solo resultan de la capacidad reflexiva que desarrollemos para analizar toda la información que recibimos.
Leí en la autobiografía de Morin una analogía que explica cómo se concibe a sí mismo y nos ayuda a comprender la idea anterior. Escribió que se veía “como una abeja que se ha embriagado libando de mil flores para hacer, con todos los pólenes distintos, una sola y misma miel”. Muy ilustrativa la semejanza: el más singular de los talentos que podemos desarrollar en este mundo complejo consiste en la habilidad de reunir cualquier conocimiento separado, contextualizarlo, situar toda verdad parcial en el conjunto del que forma parte. En concreto: la mirada que lanzamos al mundo debe ser multidisciplinar, multirreferencial.
Pienso en el gobernante y el político: para solucionar un problema público es preciso analizar todas sus variables, causas y consecuencias. Escuchar todas las voces. Analizar todas las alternativas y llevar a cabo un enriquecedor ejercicio de sincretismo.
Pienso en el educador: para formar bien a sus alumnos no deben escapar de su atención el contexto social, económico y cultural; las políticas educativas, la participación de la familia, las condiciones de la infraestructura escolar, los recursos para el aprendizaje y su propia actualización docente. Cada variable es una flor de la que se extrae un polen distinto para fabricar una sola miel.
Como puede notarse, la teoría del pensamiento complejo propuesta por Edgar Morin es, en esencia, una estrategia con intención globalizadora, una especie de gran red formada por numerosos hilos entrelazados. Esta habilidad de comprensión no se da por generación espontánea, no es innata, hay que enseñarla, promoverla, potencializarla, y mucho mejor si se inculca desde temprana edad.
Del joven Morin leí primero el libro “Para una política de la civilización” (Paidós, 1997), seguido de “Introducción al pensamiento complejo” (Gedisa, 1990), “¿Hacia dónde va el mundo?” (Paidós, 2007), “Mi camino. Vida y obra” (Gedisa, 2010) y “Enseñar a vivir. Manifiesto para cambiar la educación” (Paidós, 2014).
Mención aparte merecen las obras “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro” (Unesco, 1999) y “Autocrítica” (Kairós, 2005), dos de mis favoritas. En esta última, originalmente publicada en 1959, encontramos un testimonio del doloroso proceso personal de ruptura con el marxismo. Allí nos muestra la importancia de tener un cuidado especial por resistir los cantos de sirena (como Ulises, el héroe de la mitología griega) de múltiples “revoluciones” intelectuales y científicas. Nos enseña que nunca deberíamos ser seguidores ciegos, sino entusiastas críticos. Hace alarde de una profunda reflexividad, palabra que nos recuerda el poder humano de autocriticarse, ejercicio poco habitual, aunque sí bastante saludable, sobre todo intelectualmente.
Falta mucho por leer y aprender de este prolífico pensador francés. La mejor manera de celebrar su vida es analizar sus planteamientos con actitud juiciosa y la espada de la crítica desenvainada.