Bloqueos: ¿violación o derecho?
El dilema de los bloqueos: ¿protesta legítima o infracción?
Los bloqueos que obstruyen el tránsito en las vialidades se han recrudecido en las últimas semanas, motivados por una ola de indignación ciudadana ante la falta de atención de algunos problemas públicos. Desayunamos, almorzamos y cenamos bloqueos.
Al margen de la legitimidad que pueda amparar la causa de una manifestación, en los escenarios de plantones se han hecho patentes dos perspectivas: la de quien obstruye el paso por su presunto derecho a expresarse, reunirse y protestar (artículos 6, 7 y 9 de la Constitución Federal), y la de quien, varado, sin poder continuar su destino, acusa violación a su derecho de moverse libremente por el territorio nacional (artículo 11 de la Constitución Federal). Vaya borlote ¿no le parece?
En términos jurídicos, cuando una conducta se ve relacionada con diversas disposiciones jurídicas (es decir, que regulan el mismo tópico), existe la posibilidad de que se presente una eventual confrontación acerca de cuál aplicar. A estas probables contradicciones se les denomina antinomias jurídicas. Recurro a una definición de Norberto Bobbio sobre el término: “situación en que dos normas que pertenecen al mismo ordenamiento y tienen el mismo ámbito de validez imputan efectos jurídicos incompatibles a las mismas condiciones fácticas”.
Por lo regular, el problema se resuelve al aplicar el principio de que ninguna norma puede entrar en contradicción con otras superiores, y singularmente con la Constitución, es decir, se opta por aplicar aquella disposición más alineada al texto constitucional.
En el supuesto de Bobbio, hay casos que suscitan mayor debate, por ejemplo: cuando en la misma constitución hay disposiciones que ante un suceso podrían entrar en contradicción, sobre todo si la polémica tiene que ver con los derechos humanos. Cabe precisar que las antinomias son producto de interpretaciones, por lo que no es extraño que haya diferentes miradas.
En el caso del bloqueo a una vía pública, subsiste un “aparente” dilema acerca de cuál derecho debe primar: el de la libre manifestación o el de libre tránsito. Si el Estado, en el cumplimiento de su función de mantener el orden, decide usar la fuerza de los cuerpos de seguridad para liberar las vialidades bloqueadas, no faltarán quienes acusen de arbitrariedad al gobernante por atentar contra el derecho a la libre manifestación; por el contrario, si no lo hace, tampoco faltarán quienes critiquen su falta de actuación para salvaguardar el derecho al libre tránsito (coartar la libertad de tránsito también puede impedir el disfrute de otros derechos, como los de trabajo, salud, educación, justicia, cultura, por citar algunos). Ya ve usted: cada quien habla de la feria como le va en los caballitos.
Nótese, sin embargo, que la antinomia se desvanece cuando nos ajustamos literalmente al texto constitucional, según el cual la manifestación no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa en tanto no se atente contra los derechos de terceros, se cometa un delito o se altere el orden público. El camino para la intervención de la autoridad parece allanarse. Como reza el dicho: tu derecho a mover el puño termina donde comienza mi nariz.
Pero no es tan sencillo, porque —como mencioné al principio— la opción de protestar puede tener como causales un acto o una omisión de autoridad. Gran parte de las manifestaciones ocurren porque dependencias de gobierno no cumplieron oportunamente sus responsabilidades o violaron algún derecho (hoy, sin embargo, vemos hasta bloqueos motivados por diferendos entre particulares). Un punto clave es que la libre expresión, la protesta y la asociación no deben restringirse mediante censura previa, sino sólo a través de la exigencia de responsabilidades posteriores, lo que significa que se debe actuar cuando queda confirmada la afectación a los derechos o reputación de terceros.
En todo este embrollo, no podía faltar la intervención de la variable política: una vez que mete su cuchara lo desdibuja todo, pues reina la negligencia y la falta de aplicación de las normas, y de manera eufemística le llaman “salida negociada”.
Pienso que nada iguala en una sociedad al diálogo, al entendimiento. El problema es que a veces no se le considera la primera alternativa ni la más buscada, y luego se le trata de forzar poniendo en jaque al orden público.
Hubo una vez un gobernante, allá por el año 2019, que impulsó una reforma al código penal para imponer prisión de uno a cinco años a cualquier persona que, careciendo de facultad legal, impidiera total o parcialmente el libre tránsito de personas. La pena era susceptible de duplicarse cuando el responsable se hiciera acompañar de menores de edad o empleara la violencia. Por falta de precisión en los tipos penales, la Suprema Corte de Justica de la Nación invalidó las disposiciones, lo que reveló también deficiencias en la técnica legislativa (irónicamente, el bloqueo mental de algunos diputados evitó la solidez de los argumentos).
Si la norma lesiona un derecho es injusta —ni duda cabe—, pero también es cierto que no solo debe mirar el aquí y ahora, sino que es preciso tener un horizonte más amplio. La ley, como decía Santo Tomás de Aquino, es una cierta regla y medida de los actos que induce al hombre a obrar correcta y razonadamente.