DÍA CON DÍA
Días de guardar: 3. Religión y civilización
En el prólogo a El último Cuaderno, de José Saramago, Umberto Eco dice no estar seguro de que, como dice Saramago, “si todos fuéramos ateos, viviríamos en una sociedad más pacífica”.
Comparto la duda. Es verdad que en la historia del hombre hay pocos espectáculos más homicidas que las guerras de religión. Es verdad que los hombres se valen de los dioses para dar rienda suelta a su intolerancia, quizá a su necesidad de odio.
Hay también el otro lado del problema. Creer en Dios inflama, pero también apacigua. La religión es el opio del pueblo en el doble sentido de que nubla el entendimiento pero conforta la vida.
La creencia de Dios ofrece el consuelo de algo inconmensurablemente mayor que nosotros, más sabio, más bello, más justo, que sin embargo nos ama, nos protege, nos explica, y nos espera en su reino.
Un verdadero creyente no puede entender al verdadero no creyente. Lo mira con extrañeza y compasión, acaso con escándalo. Pero la intolerancia del creyente es menor ante el descreído que ante la competencia del que cree en otra cosa, aquel que porta en sí la propagación de dioses extraños que niegan el propio.
El creyente puede convivir con el descreído, si el descreído no se empeña en imponerle su falta de fe, su ateísmo, como una religión sustituta.
Los dioses combaten pero también ordenan. Son surtidores de guerras y de reglas. Reglas de culto, reglas de convivencia, reglas de conducta, reglas sobre lo bueno y lo malo, sobre lo que nos enaltece y lo que nos degrada.
Las reglas pueden ser absurdas y hasta dañinas para la salud, la dicha o la libertad, pero son ordenadoras: legislan, reprimen, contienen.
Porque han ordenado y reprimido, porque se han vuelto autoridad de las costumbres, los dioses y sus clérigos pueden después llamar a la guerra, abusar hasta el crimen de la fe.
¿Son gobernables los pueblos sin religión? No lo sabemos porque no hay pueblo sin religión, esa necesidad abrumadoramente mayoritaria en el género humano de una cura espiritual para el sentimiento de orfandad y pequeñez con que somos echados al mundo.