Consultas y consensos

El martes de esta semana fui invitado a conversar con estudiantes de administración y economía de la Universidad Juárez Autónoma

El martes de esta semana fui invitado a conversar con estudiantes de administración y economía de la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco sobre la importancia de la comunicación de políticas públicas para generar consensos. El tema resulta apasionante, no solo porque se vincula a mi profesión, sino porque su estudio ha sido objeto de mi interés desde hace por lo menos dos décadas. La idea central radica en que toda política pública está enmarcada en un contexto de relaciones y dependencias, por lo que el diálogo, la consulta y los debates con los interesados enriquecen su contenido y eficiencia.

Al final de la conferencia, alguien preguntó mi opinión con respecto a la polémica que suscita la creación de la Guardia Nacional y la presencia de las Fuerzas Armadas, el Ejército y la Marina haciendo labores de seguridad pública hasta 2028. Casualmente, el planteamiento coincidió con el anuncio del Gobierno de México de realizar un ejercicio participativo para escuchar la voz del pueblo en materia de seguridad pública. Respondí, sin ningún otro interés que el académico, que los ejercicios de deliberación para formular e implementar políticas públicas más pertinentes no pueden dejar de lado la participación social, sobre todo en aquellos asuntos que son de interés colectivo, como el caso señalado.

No obstante, aun cuando el camino de la legitimidad de una decisión pasa por el uso de diferentes instrumentos de consulta -como encuestas, debates, foros, grupos focales o paneles de especialistas-, una condición es que los participantes se despojen de la ignorancia provocada por el desconocimiento de los temas que se discuten, so pena de ser fácilmente manipulados. Por otro lado, hay cuestiones de profundo carácter técnico que no deberían someterse a consultas abiertas, sino al análisis y la opinión de expertos. Se lo expongo del siguiente modo:

Hace más de dos mil años, uno de los más grandes líderes que ha dado la humanidad fue llevado a un juicio sumario frente a Poncio Pilato, quien era prefecto de la provincia romana de Judea. Valga decir que el acusado, de nombre Jesús de Nazaret, fue víctima de procedimientos legales poco claros y del contubernio de falsos testigos que lo señalaron de malhechor, a sabiendas de que la acusación de blasfemo no tenía fundamento alguno. Sin embargo, aunque el gobernador romano sabía que todas las imputaciones eran falsas y violaban los derechos del inculpado, no quiso quedar mal con la turba y decidió hacer una consulta. Pidió a la multitud judía decidir entre la liberación de Jesús o la de un prisionero de nombre Barrabás, y esta, enardecida, sin conocimientos de causa e incitada por los intereses de unos cuantos, exigió casi al unísono la condenación y muerte de quien hoy es la figura central del cristianismo.

Al igual que esta historia, podemos hacer el repaso de muchas consultas públicas que pueden devenir en determinaciones poco sensatas, por tratarse de asuntos donde no debe primar la emoción, sino el profundo conocimiento de los temas sujetos a discusión.

No está mal que la población opine de los asuntos públicos cuando se le consulte. Es un derecho que todo gobierno democrático debe amparar sin cortapisas. Lo que sí está en tela de juicio es que tenga poder de decisión sobre una materia que amerita un conocimiento técnico y especializado, porque finalmente su discernimiento puede estar sesgado por un factor emocional o la tendencia que marquen los grupos de interés.

Cualquier gobierno debe admitir que la conformación de equipos de expertos para el diseño, análisis e implementación de políticas públicas es un eslabón necesario para decidir con racionalidad el destino de una obra, por lo que, dado ese paso, someter luego a la consideración masiva de los ciudadanos las alternativas para que definan el futuro de esa obra, representa un equívoco que puede traer tintes de manipulación.

Los gobernantes deben entender que el carácter técnico de algunos temas amerita un tratamiento claro, transparente y con información confiable a todos los interesados, pero no necesariamente tiene que desembocar en una consulta popular que pareciera el medio para eludir la responsabilidad de tomar una decisión delicada.

Quizá la generación de expectativas y la brecha que puede existir entre el discurso y la práctica orilla a pensar que si una resolución es compartida por todos se reduce el riesgo de equivocaciones, o la culpa puede ser menos si algo sale mal.

Nadie discute que las consultas populares o los ejercicios participativos sean instrumentos útiles para la ciudadanía, pero deben cuidarse aspectos mínimos para que cumplan con su objetivo: que la población decida de manera libre e informada sobre los temas de interés público.