Tiro de gracia

La reelección de Alejandro Moreno Cárdenas al frente del PRI ha dejado un sabor amargo.

Sorprenden los inverosímiles mensajes de Alejandro Moreno Cárdenas al reelegirse como presidente del PRI. “Es el tiempo de las nuevas generaciones”, presume, pero sus argumentos no rejuvenecen. La falta de coherencia entre lo que dice y hace refleja su depreciada calidad moral. Poco importa su “buen decir” sin un “bien hacer”. Este último es, como el caso de Don Quijote, un desastre, porque ocurre en una realidad desfasada de la suya. 


En algunas reuniones con amigos míos, imploraba su valiente escucha para explicarles, mediante un cuento gracioso sobre un “ilustre” orador de pueblo, cómo el malsano orgullo y el ensimismamiento pueden impedir que veamos claramente los cambios del entorno. Al privilegiar una actitud ególatra, nos desatendemos del mundo exterior.


Esta ingeniosa historia, que les presento reconstruida y abreviada por razones de espacio, fue a todas luces inspirada en el cuento “El orador”, de Antón Chéjov. Le pondremos al personaje el nombre de Grigori, para no desentonar con el relato del escritor ruso.


Resulta que en un recóndito pueblo de algún lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme (sí, ya sé que esto corresponde a otra historia, pero permítanme el remedo), todos los oficios y profesiones tenían a un representante ejemplar: el zapatero, el herrero, el carpintero, el plomero, el electricista, el maestro, el médico y hasta el orador del pueblo, tarea que, por su avezada trayectoria, le correspondía desempeñar a Grigori.


Un día, en la plaza pública, repleta de pobladores que atestiguaban la toma de protesta del nuevo presidente municipal, se escuchó un grito en medio del gentío: ¡Que hable Grigori! El aludido, con un dejo de sorpresa porque no tenía preparado un discurso para la ocasión, no pudo rehuir al clamor popular; además, el presidente electo era su compadre. Subió lentamente al estrado, para ganar tiempo y articular sus palabras. Una vez allí, de frente al nuevo funcionario y ante la mirada expectante de la audiencia, comenzó su arenga: “Estimado compadre, un regocijo me embarga este día al saberte triunfador. No puede haber mejor destino para nuestro pueblo que estar en tus manos, tras años de olvido y desidia. El hueco que vas a llenar es muy grande; sin embargo, tienes el temple para afrontar el desafío. Hazlo sin vacilaciones, porque, de lo contrario, aquí estamos tus familiares, amigos, conocidos, todos en general, que nos veremos obligados a llenar ese vacío”.

Al remate del discurso le sobrevino una apoteósica ovación, como ni él mismo recordaba haberla recibido antes. Fue memorable porque, además, no tuvo tiempo de preparar el mensaje. De regreso a casa, lo primero que hizo fue escribirlo. Cada noche lo leía para evocar aquel instante de gloria.


La tarde de un sábado golpearon con insistencia la puerta de su casa. El ruido dio al traste con su siesta y, al abrir, retumbaron en sus oídos las desesperantes palabras de su vecino: “¡Vengo a buscarte!  Vístete y vámonos inmediatamente. Uno de los nuestros se ha muerto y lo estamos despachando para el otro mundo. Hay que decir alguna tontería para la despedida...” (esto sí es de Chéjov). 


Se vistió como de rayo y corrió al panteón, sin poder elucubrar nada. Pero, ¿no era acaso el glorioso momento de unos días atrás lo que más anidaba en su mente? Al llegar, vio a los deudos rodear el féretro y se colocó junto a él. Acongojado —el motivo lo ameritaba—, inició su pieza fúnebre: “Henchidos de pesar, nuestros corazones se unen esta tarde para despedir a uno de nuestros más queridos amigos. Ahí está ya su cuerpo, a punto de quedar en su última morada. El hueco que va a llenar es muy grande. Queremos decirle que lo ocupe plenamente, porque, de lo contrario, aquí estamos sus familiares, amigos y conocidos que nos veremos obligados a llenar ese vacío”. La salida del cementerio fue tensa, con miradas atónitas, aunque no faltó quien se acercó a Grigori para palmearle la espalda en señal de reconocimiento. Después de todo, se lo había ganado por su trayectoria como orador de aquel terruño.


Unas horas más tarde, con las mismas prisas, demandaron su presencia en el recinto social del pueblo para hacer el brindis de boda en honor de la hija del herrero y el hijo del electricista. Grigori era el único capaz de sacar a cualquiera de tal apuro. Llegó de improviso, sin prepararse, pero con la convicción de sortear el desafío para dejar ileso su prestigio. Puesto que su cabeza era depositaria de las diáfanas palabras que con tanto esmero había repasado, se dirigió con tono gozoso al novio: “Hermano querido, compartimos tu dicha y la de tu amada esposa. Ahí estás ya, rebosante de felicidad. El hueco que vas a llenar es muy grande: ocúpalo plenamente, porque, de lo contrario…”. ¡Calla! ¡Qué veo y qué oigo! Se rumora que fue su último discurso.


La lección es elocuente: los éxitos pasados no garantizan los futuros. El contexto cambia y las estrategias y capacidades para superar los retos también tienen que ser distintas. El PRI nunca lo entendió. El vetusto discurso y los argumentos de sus dirigentes han sido los mismos, pese a las pronunciadas transformaciones de la sociedad mexicana. Como Grigori, ensimismado, el otrora partidazo cavó su propia tumba y hoy recibe de su dirigente el tiro de gracia.