Bajo la sombra de los lobos

Las historias y miradas que se nos han revelado durante los últimos días en la frontera norte de nuestro país son impactantes:

Las historias y miradas que se nos han revelado durante los últimos días en la frontera norte de nuestro país son impactantes: familias de migrantes siguiendo una trayectoria azarosa sobre el río Bravo, con la esperanza de arribar a Estados Unidos. Muchas llevan a cuestas a sus hijos más pequeños, pero también el suplicio y la pesada carga de anhelos frustrados.

 

Se desplazan, incluso, madres abandonadas, padres desempleados, jóvenes malogrados, huérfanos desolados. Una comunidad segregada, marginada, sin garantías sociales. Todos viven las peripecias de tantos otros migrantes del mundo que se mueven en las fronteras, expulsados casi siempre por las mismas causas: la miseria, el hambre, la guerra, la violencia. Son, a decir de Zygmunt Bauman, portadores del pánico migratorio, extraños llamando a la puerta de extraños. Quizá sin saberlo, hoy como ayer se han constituido en protagonistas de novelas y memorias.

Hace poco terminé de leer la novela histórica “Bajo la sombra de los lobos”, del escritor y dramaturgo lituano Alvydas Slepikas, una obra que cuenta los periplos de los niños alemanes de Prusia Oriental que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, se atrevieron a cruzar los bosques y la frontera para alcanzar Lituania.

En medio de un dramático escenario, enfrentados al hambre, la nieve y el frío, estos niños vagaban mendigando, pidiendo a los granjeros pan, trabajo y un techo para pasar la noche. Muchos se quedaron sin padres que les ayudaran a soportar la carga de las repercusiones del conflicto. Experimentaron en carne propia la crueldad y la violencia, pero también fueron objeto de una profunda solidaridad que encendió en ellos la esperanza.

Los llamaban los niños lobo porque fueron comparados con animales errantes y hambrientos. Quedaron aislados de la humanidad y se vieron obligados a vagar para sobrevivir. Pero no solo eso, sino que también fueron despojados del idioma, la familia y el hogar, tres de los elementos identitarios más importantes, en edades muy sensibles.

A cambio, recibieron una vida de trabajo en condiciones durísimas, normalmente con la educación mínima y en la clandestinidad. Tuvieron que pagar por los errores, la ambición y los desvaríos del régimen nazi.

En la novela, el autor refleja con crudeza esos días aciagos, cuando las tropas del Ejército Rojo irrumpieron en Prusia Oriental con la fiereza de una estampida de psicópatas clamando venganza y violando a miles de alemanas que se encontraban en su camino.

Algunos soldados, quemados y embrutecidos por varios años de guerra, consideraban que los niños alemanes no eran sino hombres en estado embrionario, por lo que debían ser asesinados antes de que creciesen y volvieran a invadir Rusia.

Al investigar más sobre el tema, descubro que muchos de estos niños, hoy ya personas muy longevas, son testigos fieles de que el trauma de una guerra o un conflicto anida en lo más profundo de las sociedades y trasciende generaciones.

Sus vidas son lecciones perdurables. Lecciones de resiliencia, porque a pesar del duro calvario nunca desfallecieron y lograron salir adelante. Varios de ellos, por cierto, se convirtieron en célebres pedagogos.

Es difícil no relacionar el tema con la situación que atraviesan millones de refugiados en el mundo, o migrantes que emprenden el éxodo en busca de mejores condiciones para vivir, expuestos a vejaciones y riesgos. Parecieran lecciones no aprendidas por la humanidad.

Recomiendo ampliamente la novela, calificada por The Times como “Mejor obra de ficción histórica del año 2019”. Un vibrante y poderoso texto, de lectura ágil, adictivo y necesario, ahora que el olvido se vuelve peligroso.