31/01/2025
El Fofo Márquez, Nuestros Hijos
Si antes habíamos celebrado—especial y merecidamente, las mujeres—la detención de Rodolfo Fofo Márquez, la realización de su juicio y el veredicto de culpable por intento de feminicidio, ahora, una vez que se le ha condenado a pasar 17 años y medio en la cárcel, nos atrapan y ahogan el enojo y el desencanto. Nos volcamos, con furia, hacia él. Pinche niño rico, imbécil, debería pudrirse en la cárcel. Reclamamos que haya recibido lo que a nuestro juicio es una condena injusta, por no ser lo larga que deseábamos —la pena máxima, 46 años —y estamos convencidos que lo hacemos con justificación: todos vimos, repetidamente, en los días subsiguientes a la vergonzosa agresión, el video en el que el autoproclamado influencer insultó, golpeó y pateó sin misericordia a la víctima, aun cuando yacía en el suelo en total indefensión, asumiendo irrebatibles sus razones para actuar como la bestia que es.
Difícil determinar si la sentencia es justa o no. El debate requiere conocimientos jurídicos de los que carezco, al igual que la inmensa mayoría de quienes la criticamos. Pero no hay duda de que las demandas de un mayor castigo tienen raíces en la maldad atribuida en el imaginario social a las tecnologías, específicamente, las redes sociales y en la soberbia individual y de clase que Fofo exhibió permanentemente en sus publicaciones mediáticas.
En 2015, en una ceremonia en la Universidad de Turín, en la que le fue entregado un doctorado Honoris Causa, Umberto Eco emitió una descalificación de las redes sociales que me sorprendió y no compartí en el momento. "Les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes sólo hablaban en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad", dijo. Ahora, acepto parcialmente su enojo. El Fofo es uno de esos idiotas. Pero no todos los influencers deben ser considerados idiotas. Las redes sociales no forjaron al Fofo. Le permitieron extender su idiotez y su malignidad. Tampoco su clase. La idiotez y la sensatez están normalmente distribuidas.
En alguno de sus videos, Fofo se definió a través de un discurso que pone los pelos de punta:
Ya sé que van a decir que soy demasiado nefasto y superficial, pero lo que hago es decir la verdad: o sea yo la rompí, yo me fui del otro lado, ustedes nunca lo lograron. Gano más que sus papás y, pues bueno, tengo sexo mínimo tres veces a la semana, probablemente esté teniendo sexo con tu novia y tú ni en cuenta y, pues bueno, pues cada quien su vida, ¿no? A mí me tocó romperla, me tocó ser una estrella y más cosas, ¿no? Famoso, poderoso, millonario, con buen cuerpo, o sea, neta, soy dios. Conmigo nadie se puede comparar, no hay ser humano más perfecto que yo: soy joven y gano más que sus papás, soy aparte poderoso, soy intocable y, como les digo, probablemente sus novias les estén engañando conmigo.
Creerse dios, expresarlo y pensar que se tiene, por tanto, el derecho a pisotear y humillar al resto de los mortales no es normal. Fofo deberá ser atendido psicológicamente y pronto; tal vez estemos ante un caso de psicopatía. El asunto crucial es ¿cómo Rodolfo llegó a convertirse en ese Fofo influencer, grosero, carente de empatía, incapaz de conectar con alguien más que no sea su ego? Evitemos tomar su caso para reprobar a la generación del Fofo, el uso extendido de tecnologías y algunos de los procesos que, con sus consecuencias positivas y negativas, caracterizan a las relaciones sociales y culturales actuales.
Buena parte de la responsabilidad del comportamiento del Fofo, y de otros muchos que actúan como él, recae en los padres y en los procesos de formación familiar. Rodolfo no resultó ser ese Fofo de pronto, de un día para otro. Tiene 26 años. A lo largo de todos ellos debió haber presentado una serie de comportamientos que anunciaban que el día llegaría en que sus problemas de identidad y de identificación de los márgenes aceptables de relación social harían crisis. Estaba cantado que en algún momento estallaría en violencia. Probablemente haya tenido antes otros episodios parecidos. Pero para su mala fortuna, en esta ocasión las cámaras, ésas que ama y de las que se ha valido para proyectarse como el ser irrepetible que cree ser, lo captaron y lo condujeron a donde ahora está y permanecerá largo tiempo. ¿Por qué nadie en su entorno actuó en consecuencia y evitó esta desgracia?
No, la culpa no la tiene la tecnología. Tampoco, en sentido estricto, la clase. La clave está en los procesos de socialización que se fomentan en el hogar y en las instituciones que desde él se eligen para completarla.
Quienes somos padres debemos poner atención a los procesos en los que nuestros hijos forjan su yo social.
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