El síndrome de los sabiondos

Hace poco leí un texto acerca de una palabreja que me hizo recordar que en muchas ocasiones he estado enrolado en conversaciones con personas que siempre tienen algo que contar

Hace poco leí un texto acerca de una palabreja que me hizo recordar que en muchas ocasiones he estado enrolado en conversaciones con personas que siempre tienen algo que contar. Aunque no se les pida una opinión, su ego resulta tan descomunal que creen saber todo de todo. Sin que se haya mencionado en el pequeño reportaje (publicado por el portal español Uppers), asaltó mi mente aquella frase atribuida a Platón: “Los sabios hablan porque tienen algo que decir, los tontos porque tienen que decir algo”.

Estos personajes, definidos como “sabiondos” por la Real Academia Española de la Lengua (“los que presumen de sabios sin serlo”), se hicieron más notorios conforme las sociedades tuvimos acceso a una mayor cantidad de información, en buena medida por el auge de Internet.

Lo mismo vemos y escuchamos a gobernantes hablar de un sinnúmero de temas sin ser especialistas en ellos, que a personas que se presumen expertas para opinar hoy sobre encuestas electorales, mañana sobre economía o pasado mañana sobre trenes, refinerías o estrategias de seguridad. Los encontramos en la política, la educación, las artes, los medios de comunicación o las religiones.

El caso es que los sabiondos aparecen por doquier con un tratamiento muy superfluo de los asuntos que abordan, porque poco leen, poco analizan, poco profundizan. Publican en redes sociales y lo mismo les da hablar de lo divino un día y de lo humano otro. Son tan presuntuosos que, en su ignorancia, tratan de compararse con quienes en realidad sí se ha quemado las pestañas abrevando conocimientos, lo que no hace más que confirmar su incompetencia.

Ocurre con ellos lo que en la breve fábula “Los otros seis”, de Augusto Monterroso. Les cuento: “Dice la tradición que en un lejano país existió hace algunos años un Búho que a fuerza de meditar y quemarse las pestañas estudiando, pensando, traduciendo, dando conferencias, escribiendo poemas, cuentos, biografías, crónicas de cine, discursos, ensayos literarios y algunas cosas más, llegó a saberlo y a tratarlo prácticamente todo en cualquier género de los conocimientos humanos, en forma tan notoria que sus entusiastas contemporáneos pronto lo declararon uno de los siete sabios del país, sin que hasta la fecha se haya podido averiguar quiénes eran los otros seis”. No se necesita escudriñar demasiado para saber que los contemporáneos referidos por Monterroso eran, además de entusiastas, hondamente envidiosos.

 

Estas personas padecen el “Efecto Dunnning-Kruger”, un fenómeno conocido en psicología, según el cual ciertos individuos con escasos conocimientos y habilidades limitadas se consideran superiores a otros más inteligentes y más preparados que ellos al experimentar una especie de complejo de superioridad.

A ellos los describió muy bien José Ortega y Gasset en su conocido ensayo “La rebelión de las masas”, donde aborda el tema del triunfo de la vulgaridad a manos de quienes se sitúan por encima de todo y creen poseer todos los poderes. Son una masa alocada que no ve más allá de sí misma.

El filósofo español decía que hemos llegado al punto en que cualquier individuo opina, o mejor dicho, impone su opinión sobre cualquier materia. El hombre-masa es especialista en todo y más que nunca se siente en posesión de la verdad, su verdad, y por lo mismo trata de imponerla.

Bertrand Russell, uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, afirmó hace algunas décadas que “uno de los dramas de nuestro tiempo reside en que aquellos que sienten que tienen la razón son estúpidos y que la gente con imaginación y que comprende la realidad es la que más duda y más insegura se siente”.

Bien dice el refrán que la “ignorancia es la madre del atrevimiento”. Si no lo cree, mire cuántas personas andan hoy de candidatos a cargos de elección popular porque, sin la menor preocupación por autoanalizarse o medir sus propias capacidades, solo les ha bastado con atreverse.