Por mis hijas y mis hijos. Por mis nietos
Soy un hombre afortunado. He visto a la victoria, cara a cara, dos veces en mi vida y haré todo lo que esté a mi alcance para verla de nuevo en el 2024
y un hombre afortunado. He visto a la victoria, cara a cara, dos veces en mi vida y haré todo lo que esté a mi alcance para verla de nuevo en el 2024.
La conozco y sé que es avasalladora, pero, también, tremendamente fugaz y veleidosa. Un espejismo qué, se deshace entre tus manos, se vuelve de inmediato y te abandona, si no eres con ella absolutamente fiel y además amoroso, tenaz, audaz y combativo siempre.
La vi aparecer, por primera vez, allá en San Salvador en 1991 cuando, después de un cruento y largo conflicto armado y un complejo proceso de negociación, las fuerzas guerrilleras entraron a la ciudad.
De la guerra, pero en paz y desarmada, venía esa vez la victoria.
Luego de combatir tantos años sin dar ni pedir cuartel, las partes en conflicto decidieron sentarse a negociar y poner en la mesa, por sobre sus intereses particulares, el interés superior de la Nación.
Así nació la democracia en El Salvador; de la decisión de alzarse en armas y de la valentía para dejarlas a un lado, hablar y jugarse la vida en las urnas.
La segunda vez en mi vida que mire de frente a la victoria fue, aquí en mi país en 2018, en el Zócalo de la Ciudad de México.
Apareció deslumbrante, multitudinaria y ciudadana en esa enorme plaza a la que, tantas veces y durante tantos años, nos abrimos paso y en la que alzamos la voz, a veces solo un puñado de personas y otras decenas y hasta centenares de miles, en contra de uno de los regímenes -no me cansaré jamás de repetirlo- más corruptos, represivos, autoritarios, perversos y longevos de la historia moderna.
De nuevo en medio de una guerra, pero esta vez injusta, inútil e impuesta por Felipe Calderón Hinojosa -un hombre que luego de robarse la presidencia se puso a las órdenes de una potencia extranjera- llegó desarmada a la victoria.
No fueron aquí las armas sino las urnas las que la hicieron posible. Ni un solo vidrio se rompió para obtenerla; pero, desgraciadamente y eso no debe olvidarse jamás, muchas vidas se perdieron en el camino.
A muchas y muchos luchadores sociales que fueron asesinados, desaparecidos, torturados, encarcelados, aniquilados mediáticamente por el viejo régimen debemos ese triunfo; que fue, lo que lo vuelve único en nuestra historia, un triunfo de la razón, de la consciencia y la organización ciudadana, sobre la fuerza.
Y si a la victoria no se le debe fallar por ningún motivo -so pena de perderla menos entonces hemos de traicionar -so pena de perdernos- a aquellas y aquellos que la hicieron posible.
¿Qué merece quien de esa infamia es capaz?
¿Qué somos si, la indiferencia o la desmemoria o la cobardía, nos hacen cerrar la boca y quedarnos cruzados de brazos?
“Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que asumimos –dice José Saramago- sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir”
Yo sé de dónde vengo, de dónde viene mi país. Sé también lo que significó la victoria de 2018 y a quienes se la debemos. Sé lo que significa la transformación que apenas ha comenzado. Sé que este pueblo merece la paz, la justicia, la democracia que por tantas décadas le fueron negadas.
Tengo memoria y asumo mi responsabilidad. La victoria, como a tantos otros millones de mexicanas y mexicanos, me pertenece y he de serle fiel.
Para cuidarla y celebrarla es que, este domingo 27 he de marchar, siguiendo de nuevo los pasos de Andrés Manuel López Obrador, desde El Ángel hasta El Zócalo.
Tengo 71 años, fuerza, coraje y hambre de futuro. Por mis hijas y mis hijos, por mis nietos y con mi compañera y como decía el queridísimo Pablo Milanés he de “pisar las calles nuevamente” hasta llegar a esa “hermosa plaza liberada”.