Los ministros: el dilema de elegirlos
Hay que amarrarse fuertemente al mástil para no dejarse llevar por el canto de las sirenas.
En los últimos días se ha revivido a nivel nacional el debate sobre un tema que hace meses fue puesto en la palestra política: que los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sean elegidos por el pueblo.
No es cosa menor. Tiene grandes implicaciones. Tiene pros y contras. De ahí que sea susceptible de debate, porque si todos pensáramos lo mismo, no valdría la pena polemizar.
Para mí, de entrada, la propuesta se justifica en nombre de la voluntad popular, que es el núcleo de un régimen democrático (y yo me asumo demócrata).
En su libro sobre la doctrina de la separación de poderes, el politólogo británico Maurice John Crawley Vile expone el pensamiento de Thomas Jefferson, para quien el único correctivo eficaz contra los abusos del poder era precisamente conferirle poder a los electores, es decir, capacidad para elegir a los miembros del legislativo, ejecutivo y judicial por votación directa y frecuente. Así se justificaba la defensa del sistema de frenos y contrapesos.
No obstante, aun con todos los aires democráticos que puedan empujar un planteamiento de este tipo, hay que amarrarse fuertemente al mástil para no dejarse llevar por el canto de las sirenas. Hay aristas que deben considerarse, porque en el caso de los ministros se trata de los miembros de un poder público que debería gozar —al menos en teoría— de cierto nivel de especialización e independencia.
El análisis de las experiencias de los pocos países que han transitado por este camino nos dice mucho. En América Latina ha sido lamentable. En Bolivia, por ejemplo, las evidencias de los debates públicos muestran que se arrepintieron de haber tomado esa decisión en 2011, porque los magistrados del Tribunal de Justicia no cuentan con la legitimidad que se supone les daría el voto popular; al contrario, la independencia de los jueces se ha visto seriamente comprometida.
Hay otros países donde se elige por voto popular a los jueces de paz o de nivel equivalente, como los casos de Perú, Colombia, Venezuela y Argentina, pero con resultados similares a los de Bolivia, es decir, poco presumibles.
En resumidas cuentas, al margen de los siempre atractivos afanes democráticos, el análisis comparado debe llevarnos a pensar dos veces en las consecuencias de adoptar tal propuesta.
Algunas preguntas relativas a este polémico planteamiento no deberían quedarse en el tintero:
¿Qué tendrían que hacer los ministros para gozar de legitimidad y permanecer en el cargo? ¿Decidir conforme a las preferencias y exigencias del pueblo, supeditando a estos criterios la correcta aplicación del derecho, sus razonamientos y decisiones judiciales? ¿En realidad es el pueblo lo suficientemente sabio como para elegir a los idóneos, a los más capaces de garantizar la seguridad jurídica y salvaguardar el Estado de Derecho?
Hay mucho qué discutir sobre un tema en el que, como en tantos otros, debe primar la razón más que la pasión.
¿CÓMO ELEGIMOS?
Leí hace algunos años el libro "Antropología breve", de Juan Manuel Burgos (2010). Me dio luces para la siguiente reflexión:
Elegir auténticamente demanda libertad. No falla nunca. Elegir bajo presión o condición es condenarse a la prisión. Si bien pocas veces, por no decir nunca, nos preocupamos por los entresijos de la mente cuando se toman decisiones, está probado que solo la libertad nos da la capacidad de elegir lo que deseamos o queremos.
La fórmula parece sencilla: elijo porque quiero, lo que significa que nada ni nadie me obliga a actuar. Por lo tanto, gracias a la autodeterminación decido elegir de entre varias alternativas aquella que más me conviene. Esta decisión conlleva un imperativo ético, una dimensión moral, porque siempre que tengamos la libertad de actuar se nos presenta el dilema de hacerlo bien o mal.
El pueblo, como se puede ver, no es sabio "per se", no es sabio en sí mismo.