Lecciones de Hobbes

Agrupados en distintos frentes, en muchos actores se asoma un propósito común: hacer apología del fracaso de las políticas públicas

Con sorpresa inusitada vemos que aumentan las artimañas de las que se valen muchos personajes para mantener vigente su aspiración de poder. Un día sí y el otro también convierten a la sociedad en una arena de permanente disputa política ante la que incluso sucumbe la tarea de gobierno, a la cual vuelven blanco de todo tipo de adjetivos y de una verbosidad injuriosa. 

Agrupados en distintos frentes, en muchos actores se asoma un propósito común: hacer apología del fracaso de las políticas públicas; es decir, crear sin ningún ápice de responsabilidad la narrativa del incumplimiento generalizado. No importa si el desgaste lo reciente el pueblo, porque a ellos los desgasta más no tener el poder. A eso se refería el escritor francés Edmond Thiaudiere cuando ironizó con ingenio que la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular.

En medio de este escenario me permito plantearle algunas reflexiones derivadas del estudio de la obra del filósofo inglés Thomas Hobbes, quien dedicó parte de su vida al análisis de las leyes que rigen el comportamiento humano en los campos de la moral y la política.

Muchos traen a colación a Hobbes cuando leen aquella frase que reza que “el hombre es el lobo del hombre”, y consideran –injustamente- que todo su pensamiento se resume en esa expresión devastadora. Por eso se escandalizan y asumen que la visión filosófica de este inglés es sinónimo de la visión más pesimista de la naturaleza humana, porque pareciera que todos somos paranoicos, que tenemos un gatillo en la mano y que, incapaces de regular nuestras pasiones, necesitamos de alguien más, necesitamos del Estado, del gobierno, para evitar que nos matemos entre nosotros mismos. Algo como lo que ocurre en las campañas electorales, con tantos ejércitos echados a las calles, convirtiendo las ciudades y los pueblos en verdaderos campos de batalla.

Me parece injusta esta perspectiva. Hobbes era esencialmente un optimista convencido de que la gente se mataba porque no había sabido plantear la pregunta clave sobre la política: ¿para qué sirve? Precisamente la guerra civil inglesa fue el resultado de una terrible discusión entre personas que no habían logrado ponerse de acuerdo sobre en qué debía consistir la política. Mire usted hoy a su alrededor y encontrará una profunda confrontación entre grupos politizados, con capacidad para mantener vivo el conflicto y la desconfianza. Muchísimos años después de que Hobbes expusiera sus pensamientos, la realidad mantiene los mismos síntomas.

Olvidamos que para los antiguos la política se basaba en la idea de la virtud: se recibía la calidad de ciudadano para llevar una vida recta y gracias a la política convertirse en la mejor persona posible. Vista de esta manera, no es el camino para satisfacer el hambre de poder, disfrutar riquezas o llevar una buena vida, sino para ser nosotros mismos quienes, capaces de lograr acuerdos y procurar la paz, nos encarguemos de vivir bien.

Por lo tanto, no es el gobierno el responsable de hacernos felices y mejores personas. Confundir esto, es como creer que la democracia solo sirve para poner gobiernos y en la siguiente elección quitarlos si no funcionaron bien. Mientras sigamos pensando así, estaremos contribuyendo a que la política sea lo más parecido a un espectáculo, una especie de farándula donde los actores pueden cambiar, pero los papeles de los personajes continúan siendo los mismos.

Ojalá que en aras de reivindicar el sentido de la política mantengamos firme la expectativa de que, pese a las malas experiencias en diferentes tramos de nuestra vida en sociedad, las cosas pueden ser mejores. Como decía el mismo Thomas Hobbes: “al deseo, acompañado de la idea de satisfacerse, se le denomina esperanza”.

DESEO Y PODER

Encontré en la novela “Malinche” (2006), de Laura Esquivel, un fragmento que bien podría sintetizar la naturaleza de una relación fallida (o desencanto) entre simpatizantes y dirigentes políticos. Es notoria la carga hobbsesiana de estas palabras que la autora puso en boca de su personaje principal. La Malinche le dice a Cortés: “Lo que quiero no puedo tenerlo porque me arrastras en el camino de tus obsesiones. Tú me prometiste libertad y no me la has dado. Para ti, yo no tengo alma ni corazón, soy un objeto parlante que usas sin sentimiento alguno para tus conquistas. Soy la bestia de carga de tus deseos, de tus caprichos, de tus locuras”.