Importancia de la vocación en el sistema educativo

En este artículo abordaré únicamente el problema de la vocación...


El pasado 6 de diciembre, algunos medios publicaron el reporte del Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA). Desde el 2000 se aplica este programa a estudiantes de 15 años de la OCDE para evaluar el avance o retroceso en materia de Lectura, Ciencias y Matemáticas en estos países. A México no le fue muy bien: los datos presentados por PISA muestran un rezago educativo en nuestro país.

El presidente Andrés Manuel López Obrador minimizó los datos presentados por PISA, de ipso facto tachó a este organismo de neoliberal y punto. Y en ello, no estamos de acuerdo con nuestro presidente. Otros datos nos dicen que el rezago educativo en nuestro país es algo serio, preocupante, que no debemos seguir soslayando. El sinnúmero de patologías sociales por todo México es prueba de ello.

Largos años de experiencia docente me llevaron a la conclusión que el problema de la educación en México obedece a una multiplicidad de factores: la familia, la situación económica del alumno, su entorno social más difícil cada día, la pobreza económica, algunos programas de estudio sin sentido, carreras sin futuro, maestros sin vocación y por tener una chamba, burócratas incrustados en los cargos directivos sin vocación por educar.

Y en este artículo abordaré únicamente el problema de la vocación. Lo haré así por ser ésta una de las fallas de nuestro sistema educativo. Y mis reflexiones en torno a la vocación no derivan de teoría alguna sino de mis experiencias que de joven tuve y me ayudaron a encontrar mi auténtica vocación de docente que realicé durante varias décadas. Y creo que tuve éxito en ello porque la realicé con profunda vocación, gran entusiasmo y amor por la enseñanza. Con los años llegué a la conclusión que, sin vocación, sin entusiasmo y amor por lo que se hace, jamás haremos bien las cosas.

En mi colaboración anterior en Diario Presente les platiqué mis experiencias de vida que me acercaron a los libros. Y en ésta haré lo mismo: platicarles mis experiencias que me llevaron a descubrir mi vocación para la docencia; y considero válido publicarlas porque podrían ser de utilidad para maestros, alumnos en edad de escoger una carrera y padres que enfrentan el delicado dilema de orientar a sus hijos  para escoger una profesión o una carrera técnica que les permita laborar a gusto y vivir así con dignidad en el futuro. Y lo hago porque estoy convencido de que una de las causas medulares que perjudica hoy a nuestro sistema educativo y a la vida misma de un joven es la falta de vocación: vocación en el maestro y vocación en el alumno, vocación en el que enseña y vocación en el que aprende.

Ténganme paciencia porque esta vez les explicaré los azares de la vida, no muy agradables, que me llevaron a encontrar mi vocación de docente. Abusando del espacio aprovecho de hacer una crónica porque así hago remembranza de algunos paisanos que ya se fueron. A algunos les parecerá anodino y algunos quizá se mofen, pero no me importa.

Recuerdo que corría el año de 1967, era estudiante del bachillerato en la Prepa 5, en Coapa en la ciudad de México. Ese año le puse un empreño especial a mis estudios con la ilusión de agradar a mis padres e ingresar a la UNAM sin problemas. Para mi desgracia, en ese año murió mi papá. Aparte del profundo dolor que abatió a la familia, los problemas económicos se nos cayeron encima, fueron años muy difíciles. Mi hermano y yo tuvimos que "rascarle" para llevar la papa a la casa: mi mamá, viuda, sólo había sido ama de casa en Paraíso.

Les confieso, mi hermano y yo vendimos huevos de casa en casa en las colonias Narvarte y del Valle; las cajas de huevos las llegábamos a comprar a las granjas de Texcoco. Recuerdo que Hugo Alamilla y buen amigo y paisano de Paraíso (qpd), fletaba camiones de mariscos desde El Bellote para colocarlos en La Viga, en la Ciudad de México. Me pidió que lo ayudara a colocar y vender la carga y me pagaría una comisión. Recuerdo que desde la madrugada los compradores iniciaban la descarga y el pesaje del pescado y de todo el marisco: había que estar en el pesaje y vigilar en detalle el peso y el precio unitario de cada artículo para evitar cualquier estafa.

En esos años difíciles don Miguel Bueno era director del Instituto Nacional de Bellas Artes y mis paisanos Amir Belisario Pérez y nuestro poeta José Tiquet trabajaban con él, encargados de administrar todo el boletaje y vigilar la venta de todos los boletos. Aprovechando la amistad y el paisanaje, ellos me regalaban largas tiras de billetes para que yo las vendiera afuera del INBA y me ayudara. Aclaro, siempre los vendí al precio correcto.

Sin embargo, esos ingresos eran aleatorios y las necesidades de la casa requerían de un ingreso seguro de un trabajo fijo. Y en 1972 mi tío Armando León Franyutti, muy conocido y apreciado en Villahermosa y cuñado de mi papá, me consiguió un trabajo de burócrata con un buen sueldo en lo que fuera la SOP, antes SCOP y luego SCAOP. Mi tío Armando me recomendó con un viejo amigo del Pentatlón, el ingeniero Jorge Gulling Cabrera, quien además de ser una excelente persona, era el secretario particular del titular de la SOP, Enríquez Bracamontes. Con tres meses ese sueldo, hubiera podido comprar un automóvil Datsun, de la Nissan, PERO NO ERA FELIZ. La burocracia no me hacía feliz sino todo lo contrario. El encierro de burócrata y de sentirme bueno para nada terminó por convertirme en el escarabajo de Kafka: fui a parar al Hospital Siquiátrico Fray Bernardino, el más grande en la ciudad de México en la Delegación Tlalpan.

Cuando le expresé mi problema a mi primo hermano Freddy Antonio, "El Turco", él, como médico y egresado de la UNAM me llevó con un compañero de la Facultad de Medicina, el doctor Campuzano que era médico siquiatra en el Fray Bernardino. Este buen amigo y doctor, después de varias sesiones semanales, ya había logrado una lectura de mis inquietudes: me preguntó si podía darles una conferencia a los doctores del hospital. Y le respondí que sí. En esos días le había presentado a mi maestro de Teoría Monetaria y del Crédito, José Luís Ceceña, quien además era director de la Facultad de Economía, un trabajo sobre la crisis monetaria y devaluación del dólar en 1973, año en que los gringos salieron apaleados de Vietnam y año en que ellos derrocaron a Salvador Allende en Chile. Ese trabajo le gustó mucho a Ceceña y me lo aplaudió ante el grupo, pues ese mismo les presenté a los doctores del Fray Bernardino. Al disertar, lo hice con tal vehemencia, soltura y emoción, que los doctores me felicitaron y aplaudieron. Sin duda, para el doctor Campuzano esa fue mi prueba como su paciente. Les preguntó a sus colegas que si qué opinaban: todos concluyeron que lo que me tenía enfermo era el "trabajo" enajenante, de burócrata de la SOP. Al unísono me recomendaron que mi cura estaba en que yo me saliera de ahí, que eso me estaba enfermando. Me dijeron que yo había nacido para ser docente, que mi vocación era ésa. Y después de ganar 10 mil pesos mensuales en la SOP pasé a ganar 2 mil 500 pesos en el Colegio de bachilleres, Plantel 2, en Cien Metros en la ciudad de 4 México. PERO ERA FELIZ. Nunca olvidaré aquel día cuando recibí mi primer cheque.

¿Cómo llegué allí? Con la ayuda de mi tío Nicolás Reynés Berezaluce, otro tabasqueño ilustre, muy estimado y recordado por todos. De eso les contaré en la siguiente colaboración, si la paciencia de ustedes me lo permite y la tolerancia de mi buen amigo Víctor Sámano también.