La tierra prometida
Las bibliotecas, esos espacios mágicos que Jorge Luis Borges imaginó como un paraíso, y que, en mi opinión, constituyen la tierra prometida tanto del presente como del futuro.
Sor Juana Inés de la Cruz, la religiosa que desafió las barreras de su tiempo, continúa siendo un referente en la cultura hispanoamericana. Su vida y obra son un testimonio de valentía intelectual y una reivindicación del derecho de las mujeres a la educación. No solo aprendió a leer y escribir por sí misma, sino que se convirtió en una de las figuras más destacadas del Siglo de Oro. Gracias a su legado y mente indomable, cada 12 de noviembre —fecha de su natalicio— celebramos el Día Nacional del Libro.
Impulsada por un insaciable deseo de conocimiento, la llamada "décima musa" desarrolló una vasta cultura intelectual que se reflejó en su prolífica producción literaria y en sus profundas reflexiones filosóficas. Para ella, los libros fueron mucho más que una simple herramienta de aprendizaje: fueron una fuente constante de inspiración.
La conmemoración mencionada se convierte, de este modo, en una oportunidad para exaltar el valor de los libros y su refugio por excelencia: las bibliotecas, esos espacios mágicos que Jorge Luis Borges imaginó como un paraíso, y que, en mi opinión, constituyen la tierra prometida tanto del presente como del futuro.
Las bibliotecas, catedrales de ideas y cofres de historias, deben ser siempre enaltecidas. Su importancia como aliadas de la educación quedó de manifiesto en una sentencia pronunciada por Jules Perry, exministro de Instrucción Pública de Francia a finales del siglo XIX: "Todo lo que se haga por la escuela y por el liceo será inútil si no se organizan bibliotecas".
A propósito de estos reservorios del pensamiento, una de las mejores maneras de rendirles tributo, en el umbral del Día Nacional del Libro, es evocar el testimonio de uno de sus principales impulsores nacionales: Jaime Torres Bodet, quien, antes de ser Secretario de Educación Pública y director de la UNESCO, dirigió el Departamento de Bibliotecas por mandato del primer titular de la SEP, José Vasconcelos.
En sus "Memorias", que hace un par de semanas conseguí en dos tomos perfectamente cuidados en una de las míticas librerías de Donceles, en la Ciudad de México, Torres Bodet relata los largos periplos que tuvo que realizar para multiplicar las colecciones de libros circulantes en los estados, organizar el funcionamiento de las bibliotecas anexas a los planteles educativos y fundar, en la capital y en las ciudades más importantes de la República, pequeños centros de lectura.
Resulta imperdible —por ser un faro para iluminar una buena ruta de lectura— la relación de las obras elegidas para los diferentes tipos de bibliotecas en el primer cuarto del siglo XX. Solo por citar algunos autores, destacan: Miguel de Cervantes, William Shakespeare, Pedro Calderón de la Barca, George Bernard Shaw, Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón, Benito Pérez Galdós, Honoré de Balzac, Charles Dickens, Víctor Hugo, Aristóteles, Platón, Marco Aurelio, San Agustín, Michel de Montaigne, René Descartes, Blaise Pascal, Immanuel Kant, Jean-Jacques Rousseau, Sor Juana, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, Justo Sierra, Ignacio Ramírez, Emilio Rabasa, Antonio Caso y Guillermo Prieto, entre otros.
Los críticos de aquella época, entre ellos muchos libreros que veían amenazados sus intereses por la creación de estos templos de saber, cuestionaron que se incluyeran textos intelectualmente fecundos, pero poco viables para un pueblo que apenas empezaba a alfabetizarse. Sin embargo, como elocuente respuesta, cobró auge aquel concepto democrático de la educación según el cual esta no consiste en "popularizar" lo que nos es "popular", sino en tratar de poner las más altas realizaciones del alma al alcance de aquellos que, por su esfuerzo, son dignos de conocerlas.
Me pregunto: ¿cuántas bibliotecas públicas contemporáneas incluyen obras de estos autores en sus colecciones y fomentan su lectura entre la población?
Cito una reflexión contundente de Jaime Torres Bodet que trasciende los tiempos, por su belleza y peso argumental: "Nunca he creído que deba darse al pueblo una versión degradada y disminuida de la cultura. Una cosa es enseñarle, humildemente, cuáles son los instrumentos más esenciales y más modestos, como el alfabeto. Y otra, muy distinta, sería pretender mantenerle en una minoría de edad frente a los tesoros de la bondad, de la verdad y de la belleza. Una actitud restrictiva en este dominio equivaldría a violar el artículo 27 de la Declaración adoptada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, que da a cada hombre, por el solo hecho de serlo, el derecho a tomar parte en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten".
El prominente ensayista y miembro del grupo de "Los Contemporáneos" tenía razón, porque de nada vale enseñar a leer, ni crear escuelas, ni fomentar la educación fundamental de las masas si los que acaban de aprender no pueden procurarse textos o, peor aún, si no se les ofrece y proporciona material de calidad para el ejercicio de la lectura.
LLAMARADA
Hasta en la hoguera donde los tiranos lo arrojan, el libro, ardiendo, desprende luz.