En el espejo de Tolstoi

Llevado por la lectura de un ensayo inédito de Antonio Saborit sobre la relaciones de Tolstoi con uno de sus traductores

Llevado por la lectura de un ensayo inédito de Antonio Saborit sobre la relaciones de Tolstoi con uno de sus traductores, Eugene Schuyler, traductor de Cosacos, empecé otra vez a leer Guerra y Paz, por su orden, como si fuera la primera vez, con la única malicia de comparar traducciones.

La apariencia realista y fluyente del relato de Tolstoi permite a los traductores licencias que dejan intocado el corazón del relato, pero no su continua y minuciosa perfección.

Guerra y Paz es al mismo tiempo un gigantesco mural histórico y una colección de infatigables miniaturas.

En cada momento del fluir soberano de Tolstoi sobre épocas y familias, hay espacio para el impecable registro de objetos, vestidos, paisajes, pasiones escondidas en un rictus de la cara o en la hipocresía de un diálogo.

Tolstoi el miniaturista puede describir en unas líneas a una muchacha como enjuta y fea, a esa misma muchacha como bella hasta la irradiación y a la misma muchacha mirándose al espejo para ver lo que vemos todos: un ser que posa mal para sí, que no sabe cómo es cuando no se está mirando.

Son unas cuantas líneas. Las retraduje tomando de varios traductores. Están en el capítulo XXV de la primera parte de la novela, cuando la princesa María Bolkonskaya reacciona a una carta de inesperados matices amorosos donde su amiga Julia Kurágina le describe sus ojos: “tan dulces, tan serenos, tan penetrantes, ojos que quiero tanto y que estoy viendo mientras escribo”.

Sigue Tolstoi: “La princesa María suspiró y se vio en el alto espejo que tenía a su derecha. El espejo reflejó un cuerpo enjuto y un rostro flaco. Sus ojos, siempre tristes, la descorazonaron más que nunca. ‘Me está adulando’, pensó y volvió a la carta.

Pero Julia no estaba adulándola: María tenía unos ojos grandes, hondos, brillantes (una luz cálida se derramaba por ellos), y tan vivos que, pese al conjunto plano de su rostro, eran más llamativos que la simple belleza.

La princesa no había visto nunca la bella expresión de sus ojos, la expresión que sólo tenían cuando no estaba pensando en ella misma. Como todos, al verse en el espejo, su rostro adquiría una expresión seca, tirante, artificial”.