Elenísima

Elena finca en el periodismo los orígenes de su carrera literaria

Desde la universidad aprendí que no había antología de crónicas donde el nombre de Elena Poniatowska no apareciera. De ella, una de las primeras obras que leí fue “La noche de Tlatelolco”, sobre los sangrientos hechos del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, un magnífico ensamble de diferentes voces que muestra el momento culminante del movimiento estudiantil y que, pese a la distancia en el tiempo, sigue representando el arquetipo narrativo de la masacre, un paradigma literario de la resistencia.

Enriquecedor fue para mis ojos de estudiante atestiguar la habilidad de la cronista para ordenar y dar visibilidad a testimonios orales, sumergirse en notas de prensa y explotar la polifonía de recursos para recrear con autenticidad el ambiente de la situación. En su obra cabía a la perfección aquella idea de que la crónica es el género donde las técnicas periodísticas y literarias se funden, aunque hoy sufra el desdén casi absoluto, pese a su importancia “en las relaciones entre literatura y sociedad, entre historia y vida cotidiana, entre lector y formación del gusto literario, entre información y amenidad, entre testimonio y materia prima de ficción”, como expresó Carlos Monsiváis.

Solo para muestra de esta exquisita simbiosis entre periodismo y literatura, retomo el fragmento con que emancipó la voz de Ernesto Olvera, profesor de matemáticas de la Preparatoria 1: “Yo no entré al Movimiento; ya estaba yo adentro creo desde que nací. Ése es mi medio, es el aire que respiro y para mí el Movimiento significaba defender mi casa, mi mujer, mis hijos, mis compañeros” (La noche de Tlatelolco, p. 18). Puede notarse en estas líneas que, desde ya, la autora se aleja del papel de culta iluminada para ocupar el de letrada solidaria. Su discurso periodístico-literario sustituye el “yo” por el “otro”. Deja de ser intérprete para convertirse en cronista de la alteridad.

Elena finca en el periodismo los orígenes de su carrera literaria. Actualmente es un referente tanto por su narrativa, mucha de ella testimonial, como por sus crónicas, entrevistas, ensayos, y su compromiso con las luchas sociales y las causas justas. Una mujer que siempre escudriña con atención y rememora con destreza los acontecimientos de su tiempo, principalmente los de la cotidianidad, donde abundan los invisibles, los sin voz, a quienes toma de la mano para subirlos a la palestra. Tal vez por ello en cierta ocasión declaró que algunos escritores la consideran “la cocinera, la barrendera, la criada que está limpiando los excusados de la gran casa de la literatura”.

Es descendiente del último rey de Polonia, hija del polaco Jean Evremont Poniatowski y de la franco-mexicana Paula Amor de Ferreira Iturbe. Llegó a la ciudad de México a la edad de diez años y se nacionalizó mexicana hasta 1969, aunque siempre ha reconocido la gran fascinación que despertó en ella la capital.

Inevitable citar estos datos sin remitirse a sus últimos trabajos, ese valioso par de libros que conforman una historia de Polonia durante 66 años y un testimonio de la vida de sus antepasados: “El amante polaco 1 y 2”. En el prólogo del libro 1 se lee: “A la vida de Stanislaw Poniatowski, nacido en 1732, añadí algo de la mía, nacida doscientos años más tarde, en 1932, en un mundo fantástico, no solo para mí, sino para futuras generaciones de hijos, nietos y bisnietos”. Una apasionante novela que vale la pena disfrutar.

Ayer Elena Poniatowska cumplió 90 años de vida y para celebrarla me he permitido nombrar a esta colaboración con aquel título que Michael Schuessler le dio a su magistral biografía: “Elenísima: ingenio y figura de Elena Poniatowska” (2003). El autor afirma, con su sutil y siempre presente sentido del humor, su deseo de "presentar el ingenio y la figura de una gran escritora mexicana a un amplio público hispanohablante, por ejemplo, a los ya escasos individuos que creen que Elena Poniatowska es una bailarina rusa".

Autora icónica que ha merecido múltiples reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes, su vida reaviva mundos y cada una de sus obras cumple aquella máxima de Herodoto: “se escribió con la esperanza de evitar que se pierda el recuerdo de lo que los hombres han sido”.