El humanismo mexicano y la izquierda de América Latina

La izquierda latinoamericana y sus dirigentes han mostrado un histórico e irrefrenable apego al poder.

Muy distinto al de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, al de Evo Morales, al del propio Lula o al de

los Kirchner en Argentina para no hablar de Nayib Bukele en El Salvador o de Daniel Ortega en

Nicaragua, es el comportamiento de Andrés Manuel López Obrador y será el de Claudia

Sheinbaum Pardo.

La izquierda latinoamericana y sus dirigentes han mostrado -y este en parte ha sido su sino

trágico- un histórico e irrefrenable apego al poder. Una vez que lo conquistan se aferran a él con

uñas y dientes y tanto que terminan dando la espalda, más temprano que tarde, a los principios

democráticos.

Tumba de las aspiraciones de justicia y libertad que han movido históricamente a la izquierda

latinoamericana, amenaza constante a sus mismas perspectivas de victoria, ha sido pues la

ambición desmedida de los propios dirigentes revolucionarios.

No sucede lo mismo en el México de la 4ª Transformación.

En lugar de torcer las leyes para perpetuarse en el poder López Obrador cambió la Constitución

pero para establecer en ella la revocación de mandato. A este mismo procedimiento se

someterá también la próxima Presidenta quien, además, ha enviado ya una iniciativa de ley

para prohibir la reelección en todos los puestos de elección popular.

Es esta pues una revolución triunfante cuya vocación democrática la hace jugarse, una y otra

vez, la vida en las urnas.

Es esta una revolución en la que como el pueblo manda, el pueblo pone y el pueblo quita, sus

gobernantes han de tener siempre, conciencia del origen de su poder y de la caducidad del

mismo.

Es esta una revolución a la que no dirige, como suele suceder en América Latina, una

vanguardia de esas que, a la postre, terminan aisladas y traicionando a las masas a las que

dicen conducir.

Es esta una revolución que se produce en libertad; amplia, plural, diversa, pacífica en la que

cabemos todas y todos sin distinción de ninguna clase y en donde, perdonarán que lo repita

una vez más, basta con ser decente para ser revolucionario.

Es esta una revolución, que a diferencia de otras, está decidida y ha demostrado ser capaz de

coexistir -en condiciones de desventaja incluso- con sus más feroces adversarios y de respetar,

plenamente, sus libertades y derechos.

Es esta una revolución heterodoxa que apuesta a que “la prosperidad será compartida o no

será” y se rige por el principio de que “por el bien de todos primero los pobres” y en la que, sin

embargo, las y los empresarios, nacionales y extranjeros, tienen espacio y garantías para su

inversión.

Es esta una revolución que mira al sur -a nuestra América que diría José Martí- al tiempo que

impulsa la integración económica con los Estados Unidos y Canadá.

Es esta una revolución que no renuncia a la defensa de la soberanía nacional y no remata -

como se hacía en el pasado- los bienes de la Nación pero que se abre al mundo.

Es esta una revolución que no censura, que no compra, que no presiona a medios ni a

periodistas pero que no calla ante las mentiras, no se doblega ante las calumnias, ni renuncia a

su derecho de réplica.

Es esta una revolución, una transformación, que apenas comienza en un país en el que la

monstruosa desigualdad social, la corrupción y la violencia impuestas por el régimen

neoliberal, abrieron heridas que es urgente y preciso sanar.

Es esta una revolución para la cual el poder, como diría Benito Juárez, “solo tiene sentido y se

convierte en virtud cuando se pone al servicio de los demás”.

Es esta una revolución, como no hay otra en el mundo; expresión y resultado del “Humanismo

Mexicano” que, a diferencia de otros procesos de América Latina, durará mientras el pueblo así

lo decida con sus votos y en la que veremos partir y desaparecer para siempre entre la gente,

este primero de octubre, a Andrés Manuel y dentro de seis años a Claudia.