Dos campos, una Julieta

*En recuerdo de Julieta Campos

Julieta Campos (1932-2007) fue una figura representativa de una época. En ella encarnaron –y el verbo resulta, en su caso, muy exacto– las tendencias, las aspiraciones, las tensiones y las oposiciones que se sucedieron en las cinco décadas últimas del siglo xx en América Latina en general y en México (que fue su país de elección) y Cuba (que fue su país de nacimiento) en particular. Ansiedades y frustraciones, lealtades y rupturas, diagnósticos y patologías políticas, ideológicas, intelectuales y literarias de un momento que, como todos los momentos pasados, se nos antoja ahora envuelto en un tránsito vertiginoso y cargado de consecuencias. Son cincuenta años cuyas fronteras admiten distintas fechas.

La fecha de apertura podría situarse en el ascenso al poder de los revolucionarios cubanos y la secuencia allí inaugurada se continuaría con la explosión del “boom latinoamericano” literario, el predominio de las dictaduras militares en parte del continente y la reconquista de las libertades en España, para comenzar a cerrarse primero con el derrumbe de los regímenes autoritarios y el desfondamiento del mundo soviético y, después, con el inicio y la consolidación de la transición política en México y la aparición de las primeras manifestaciones de lo que se ha dado en llamar postmodernidad. Se trató, sin duda, de un momento en el que muchas cosas se reacomodaron, en el que muchas otras continuaron su andadura ambigua y en el que, muy especialmente –siempre debe recordarse–, la expresión artística en su conjunto se alzó con un registro lúcido de lo que ocurría y rebasó con sus propuestas proféticas y audaces la coyuntura. Fue un momento, también, que nosotros, los latinoamericanos que habíamos nacido entre los treinta y los cincuenta, vivimos complicadamente, dramáticamente, a menudo trágicamente. Muchos, o acaso casi todos, quedaríamos marcados por los golpes de sus brusquedades y las potencialidades de sus promesas.

Julieta (la llamo por su nombre porque hablo de una amiga) reunió en su biografía gran parte de los rasgos y los desgarros de esa época de trastornos. Quizás por propio temperamento y quizás por el influjo de su esposo, Enrique González Pedrero, hizo suya una vocación de poder como una posibilidad cierta de canalizar una política y de infligir cambios a la realidad. Ella y Enrique formaron parte activa de ese grupo protagónico de la generación del medio siglo mexicano que procuraba una extensión de la plaza pública como foro en el que debía cumplirse el debate nacional, que se empeñó en crear instituciones perdurables, que se situó en las márgenes izquierdas del priismo hegemónico, que se ilusionó con la etapa menos dogmática de la revolución cubana, que buscó un espacio redentor entre el socialismo real y el socialismo que se denominaría “con rostro humano”, y que mucho se formó entre el André Malraux gaullista y el Jean-Paul Sartre del compromiso existencialista.

Fue un elenco generacional cuyos pasos en buena medida se dirigieron, con convicciones y con titubeos, con la alternancia del impulso y del freno, a veces desde los bordes del camino y a veces como parte de la procesión central, hacia la democracia, hacia la liquidación del priismo y hacia la legitimidad de la racionalidad moderna, y al que en numerosas ocasiones el activismo intelectual de Octavio Paz serviría de estímulo y de revulsivo polémico. Situados sus integrantes entre la adhesión a la comunidad y el cultivo de la propia individualidad, fue un grupo que, mayoritariamente, militaría en la formación de un nuevo partido político que acabaría por abanderarse con el cardenismo de entonces y el de anteayer, el cardenismo de la nacionalización petrolera, el apoyo a la España republicana y el asilo a León Trotski.

De esta zona de la biografía de Julieta hay que destacar algunos hechos notorios. El gobierno de Julieta y de González Pedrero en Tabasco (1983-1987) significó una tentativa por llevar a la práctica unas ideas y principios personales y grupales y fue, en este sentido, una suerte de ensayo general de lo que podrían llegar a cumplir unas figuras de actuación más o menos pública y alentadas por la ambición política si la fortuna o el destino llegaban a favorecerlas con el usufructo de los resortes del poder. En el caso particular de Julieta, allí despertaron en ella algunas obsesiones que se le arraigarían: la dejadez en que se hallaban los pobres y los humildes, el desamparo que cercaba a la dignidad indígena, la cultura oficial como puente entre el pueblo y las elites, entre el saber arcaico y el saber sofisticado. La instrumentación de los camellones chontales, el echar a andar unas acciones que garantizaran la autosuficiencia a las comunidades rurales, el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, son otras tantas estaciones de ese arco de iniciativas rico y atrevido. (Un arco, permítaseme asegurarlo, que hoy en día destella en la memoria de algunos de nosotros, los que estuvimos próximos, como el glorioso recuerdo de un recuerdo marcado por el sol y las humedades, igual de implacable el uno y las otras, de un Tabasco en verdad edénico y primitivo.)

Fragmento del Texto que en homenaje a Julieta Campos escribió Danubio Torres Fierro y que fue incluido en la recopilación “Una pasión compartida”.