Día con día
Obregón y Villa entre nosotros
Dos revoluciones mexicanas bajaron del Norte en 1913: la constitucionalista, que tenía apetito de gobierno, y la villista, una formidable máquina de guerra que destruía pero no gobernaba.
El caudillo militar de la primera fue Álvaro Obregón; el de la segunda, Francisco Villa.
En estos dos personajes había ethos guerrero, ambición de poder y de riqueza personal.
El ejército de Obregón nació de la rebelión de dos gobiernos estatales, Sonora y Coahuila, contra un golpe de Estado en la Ciudad de México.
Conservaría siempre esa marca de origen: el de una fuerza armada nacida de gobiernos constituidos.
El ejército de Villa surgió de la rebelión de los pueblos de Chihuahua, también contra el golpe del centro, pero sin el colchón del gobierno local, disuelto por el asesinato precoz del gobernador rebelde, Abraham González.
Los villistas conservarían siempre la huella de su rebeldía primitiva, cruzada de forajidos y cuatreros, como el propio Villa y sus lugartenientes, Rodolfo Fierro o Tomas Urbina.
Obregón resultó ser el inesperado genio militar de un ejército que quería restablecer el orden constitucional.
Villa fue una inesperada fuerza de la naturaleza, cuya violencia careció, en lo esencial, del proyecto de gobernar y establecer un orden.
Su violencia conservó siempre un rastro de desmesura criminal.
Obregón fue implacable en la lucha por el poder, pero ejerció las crueldades de la guerra con un sentido político.
Villa fue un guerrero portentoso, pero también un matón sin rival en la historia de México.
Y matón en jefe de varios matones.
A la hora de enriquecerse, Obregón optó por ser empresario agrícola, organizador de productores en los valles irrigados de Sonora.
Villa fue siempre un depredador, un jefe de jefes autorizados para la extorsión y el saqueo