Todos los derechos importan
Todos los derechos importan
En la capital de Estados Unidos y otras zonas progresistas del país han aparecido, en años recientes, carteles multicolores que, delante de casas, edificios y negocios, transmiten a paseantes o visitantes un conjunto de convicciones a favor de los derechos de las minorías y mujeres, del conocimiento científico y la conexión humana con la naturaleza. En un país donde abundan camisetas, banderines y carteles alusivos a creencias religiosas, ideas políticas o movimientos sociales, esta particular profesión de fe no debería llamar demasiado la atención.
En el contexto actual, sin embargo, estos carteles implican una adhesión pública a la ética y al respeto al otro, que se contrapone al discurso autoritario de minorías feroces que pretenden imponer “verdades históricas” y negar las contradicciones del devenir social. Si hace unos años la lista de afirmaciones bien intencionadas podía parecer ingenua o exagerada, a la luz de la continua deriva autoritaria resulta un refrescante y necesario recordatorio de las preocupaciones progresistas recientes; podría leerse como agenda urgente a favor de la democracia.
La lista empieza con el conocido hashtag #BlackLivesMatter (“Las vidas de color importan”) y afirma que: “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”, “Ningún ser humano es ilegal”, “Amor es amor”, “La ciencia es verdad”, para terminar con “El agua es vida”.
Surgida a raíz de la declaración de inocencia del victimario de Trayvon Martin en 2012, y transformada en reclamo masivo contra otros asesinatos producto de abuso policiaco y racismo institucional y social, #BlackLivesMatter no solo reafirma la importancia de la vida de personas afrodescendientes y otras personas de color, implica el re-conocimiento del “Otro” paradigmático, a partir de cuya imagen vilipendiada se han construido las figuras del “extraño/ extranjero” estigmatizado, o del “enemigo” al que odiar y combatir, ya sean migrantes centroamericanos, mexicanos, musulmanes o árabes acusados de terrorismo.
Aunque el lenguaje “políticamente correcto” tiende a invisibilizar el racismo y la misoginia, en los hechos ambos persisten y han cobrado fuerza a través de las interpretaciones sesgadas de la Suprema Corte y las maniobras de las legislaturas estatales y las burocracias partidistas dedicadas a limitar el derecho al voto y el peso electoral de las “minorías”.
La embestida contra los derechos de las mujeres es solo el inicio de una cruzada contra los derechos sociales y culturales. Así lo entienden quienes, además de defender públicamente los derechos humanos de las mujeres —en un país donde poco o nada se habla o conoce de derechos humanos—, afirman la validez del amor sin importar color, género u orientación sexual.
Cuando se lee que en Texas, el abogado general está buscando el modo de revivir la ley contra la sodomía (que legitimaría la homofobia institucional y social), es obvio que quienes han abogado por un “feminismo para el 99 por ciento” advirtieron con razón la urgencia de unir las luchas por los derechos y las libertades. Para los fundamentalismos, toda diferencia es peligrosa y debe rechazarse o aplastarse, aun a costa de los hechos o de la realidad.
Al retroceso con que las minorías autocráticas amenazan el presente de un país históricamente vuelto hacia el futuro, se añade desde hace unos años la negación de las evidencias del cambio climático, cuyos efectos hoy arrasan amplias regiones del planeta. La semana, pasada la propia Suprema Corte limitó las facultades de la agencia encargada de las políticas para el medio ambiente, lo que no solo facilita la depredación corporativa, sino sobre todo daña el equilibrio ecológico y pone en mayor riesgo el presente y futuro de las generaciones más jóvenes.
Afirmar que “La ciencia es real” o que “El agua es vida” no es entonces repetir lo evidente, sino tomar una postura política ante la ignorancia y mentira en la vida pública.
La mentira y manipulación en la política constituyen una herramienta corrosiva que, como escribía Hannah Arendt en los años 70, acaba por destruir la democracia. De ahí el poder de esos carteles que apelan a la ética y el sentido común.