Anatomía de la envidia política
La envidia es una adoración de los hombres por las sombras. Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena
Del mismo modo que las abejas pierden el aguijón al picar,
los envidiosos sufren ellos mismos (Esopo).
Ahora que las aspiraciones políticas campean por casi todo el territorio nacional, vuelve a cobrar visibilidad un tema que algunos pensadores sitúan más en el ámbito de las pasiones y las ligerezas del alma que en el de la razón: me refiero a la envidia, esa especie de estado emocional que produce el sentir de desdicha a causa del bien ajeno, y que comúnmente se reprime deseando al otro daño y destrucción.
José Ingenieros, en su clásica obra “El hombre mediocre”, le dedica a la envidia un capítulo completo. La descripción que hace de esta “mala pasión” al principio del quinto apartado no tiene desperdicio:
“La envidia es una adoración de los hombres por las sombras (...) Es el rubor de la mejilla sonoramente abofeteada por la gloria ajena. Es el grillete que arrastran los fracasados. Es el acíbar que paladean los impotentes. Es un venenoso humor que mana de las heridas abiertas por el desengaño de la insignificancia propia”. En pocas palabras, lo que el reconocido sociólogo y filósofo italoargentino quiso destacar es que el envidioso padece el estigma psicológico de una humillante inferioridad.
Coincide la anterior afirmación con lo que sostenía el historiador griego Plutarco: “existen almas corrompidas hasta jactarse de vicios infames; pero ninguna ha tenido el coraje de confesarse envidiosa”. No cabe duda de que se trata de un sentimiento de alcance universal, pero también uno de los menos admitidos.
Así pasa con una buena cantidad de políticos que, en vez de reconocer la envidia propia, so pena de mostrarse inferiores, hacen lo indecible por ocultarla y enfocan sus energías en construir falacias, argucias o peroratas sin argumentos ni pruebas para nublar la prosperidad de los demás, especialmente si se trata de adversarios directos en la carrera por un cargo.
El “modus operandi” de muchos de estos personajes consiste en el pago de gacetilleros de poca monta para fabricar infundios en contra del envidiado; dan rienda suelta a su mezquindad, e incluso, si ya ocuparon cargos públicos, desacreditan a quienes hoy los ejercen cuando se dan cuenta de que están logrando lo que ellos no pudieron. Desahogan su pena íntima con todo tipo de injurias y, a veces, pasan por alto que sus actitudes son una especie de homenaje a la superioridad del talento que los humilla.
Platón diría acertadamente que “el poder político desarrolla la envidia”, toda vez que se vuelven presa de ella quienes ven limitadas sus posibilidades de competir con los envidiados. O en palabras de Tomás de Aquino: el envidioso “estima que el bien ajeno es mal propio en la medida en que aminora la gloria o excelencia de uno mismo”.
En este punto, permítame —amable lector— amalgamar las ideas anteriores para dar lugar a esta afirmación concluyente: si usted es envidiado por alguien más que desata en su contra toda clase de ofensas, conserve la calma. Haga siempre las cosas bien y de seguro aumentará su fama. Esa es la mejor manera de conseguir que la envidia corroa por dentro a sus adversarios.
EL SAPO Y LA LUCIÉRNAGA
Un obeso sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo alto a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La luciérnaga se atrevió a preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envida, solo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas?
Así hay quienes —a decir de José Ingenieros— maldicen la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria.