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19/04/202506:11 p.m.Autor: Agencias Fuente: Agencias

Fe, llanto y dolor real en Iztapalapa.


La edición número 182 en Iztapalapa volvió a llenar las calles, reuniendo a un millón 400 mil personas, bajo la vigilancia de 3 mil 350 policías. "Es más que una vigilia, es una expresión comunitaria. Un ritual compartido que nos recuerda que aún conservamos la fe", comentó una visitante. En esta ocasión, José Julio Olivares interpretó el papel de Jesús, acompañado por más de 3 mil actores que mantienen viva esta tradición.

CALLES LLENAS DE FE

  • En un impactante contraste entre lo sagrado y lo moderno, el momento culminante de la  182ª representación de la Pasión de Cristo en el Cerro de la Estrella dejó a más de  1.4 millones de espectadores en un silencio sobrecogedor. Mientras Jesús caía bajo la cruz en el Viernes Santo, el sonido de su cuerpo al golpear el suelo resonó en medio de un cielo despejado, donde decenas de drones surcaban el aire como  "enjambres de insectos metálicos", capturando cada instante desde múltiples ángulos.

Bajo un sol abrasador que elevó la temperatura a  28°C, la escena evocó una  Jerusalén del siglo XXI: un espectáculo milenario transmitido en tiempo real, donde el drama bíblico se mezcló con la tecnología. Pese a la masiva asistencia, el evento transcurrió sin incidentes, manteniendo un  saldo blanco.

Más de 3 mil 350 elementos de seguridad pública fueron desplegados para proteger a los asistentes, en una jornada que también contó con la movilización de servicios de emergencia. Se brindó atención médica a 600 personas y se registró un incidente cuando un caballo cayó durante el recorrido.

Desde el cielo, los drones revoloteaban inquietos, buscando capturar las imágenes más impactantes y virales. Mientras tanto, los periodistas, ubicados en puntos clave, compartían una tensión visible: no solo cubrían uno de los eventos religiosos más importantes del país, también arriesgaban su equipo.

"Si se caen, ya ni qué informar", murmuró uno. Para ellos, era un vía crucis contemporáneo, con cámaras como cruces y el wifi como única redención.

Lejos del escenario principal, en el corazón del barrio, la vida seguía su curso con otra clase de fe. Unos niños jugaban entre piedras y ramas secas, pateando un balón improvisado. Cada gol se celebraba con la misma pasión con la que el público aplaudía las caídas de Jesús.

En Iztapalapa, la devoción llenó cada rincón y se manifestó de muchas maneras: algunas profundamente religiosas, otras más ligadas a lo humano y cotidiano.

Desde las 10 de la mañana, cuando Jesús fue llevado al calabozo del barrio La Asunción —también conocido como El Huerto—, el ambiente comenzó a transformarse.

En las casas, colgaban fotos ampliadas de años anteriores: niños vestidos de nazarenos, con pequeñas cruces o acariciando corderos. Era una galería al aire libre tejida con memorias, en la que cada imagen parecía decir: Aquí seguimos, como cada año.

Entre la multitud destacaron los protagonistas del rito: José Julio Olivares Martínez, de 27 años, en el papel de Jesús, y Tabata Michel Rosas Frías, de 19, como María.

Rosas Frías compartió que, al oír el llanto de una mujer, comprendió que representar a la Virgen no era solo actuar, sino encarnar una emoción viva y colectiva.

El montaje fue impresionante: participaron 136 actores con diálogo, más de 250 extras, alrededor de 3 mil nazarenos y 170 músicos con clarines, bandas y fanfarrias. Cerca de 4 mil personas dieron vida a esta representación callejera que, cada año, conmueve como si fuera la primera vez.

La frontera entre la realidad y la ficción se desvanecía paso a paso. Paramédicos recorrían incansablemente la zona, atendiendo principalmente heridas en los pies descalzos de los actores, lastimados por el calor del asfalto. Entre sangre escenográfica y vendas reales, el sufrimiento adquiría una dimensión tan simbólica como tangible.

La espiritualidad también se expresó en las oraciones... y en la economía local. Las autoridades calcularon una derrama económica superior a los 220 millones de pesos, producto de la venta de alimentos, artesanías y artículos religiosos.

Se ofrecían cruces, figuras de Cristo, animales de arcilla y ollas de barro, con precios que iban de 50 a 250 pesos. La fe, además de ser intangible, también podía llevarse a casa.

Como cada año, la comida tuvo un papel central. Patricia González, proveniente de Ixtapaluca, vendía acociles y chitos —carne de burro cocida al estilo tradicional— por 40 pesos.

Cerca de ella, Guadalupe Menor ofrecía atún horneado a 280 pesos el kilo, mientras Miguel Sandoval vendía chapulines, habas tostadas y cacahuates, sabores antiguos que acompañaban una tradición aún más antigua.

La solemnidad convivió con momentos más relajados. Algunos jóvenes evadieron la ley seca con bebidas escondidas en mochilas o termos, mientras otros descansaban bajo las sombras de toldos y puestos, observando la escena como testigos tranquilos de una celebración que, aunque repetida, nunca es igual.

En la cima del cerro, bajo un sol implacable, la escena final conmovió incluso a quienes dudaban. El cuerpo de Cristo cayó con sencillez. Algunos rompieron en llanto, otros se persignaron. Una mujer gritó: "Esto no es teatro, esto es fe", y tenía razón: no hay guion que capture ese estremecimiento colectivo.

Aunque Iztapalapa es el corazón de esta tradición, otras alcaldías de la Ciudad de México también la replican: en Coyoacán, frente a San Juan Bautista; en Santiago Zapotitlán, Tláhuac; en Santa Cruz Alcalpixca, Xochimilco; en Santa Bárbara, Azcapotzalco; y en la Basílica de Guadalupe, en Gustavo A. Madero.

Sin embargo, ninguna iguala la magnitud emocional, visual y organizativa de Iztapalapa.

"Sí, comí carne. Lo olvidé. Pero no me siento menos parte de esto", confesó Paulina Uribe, visitante de Querétaro.

Esta representación es más que una vigilia; es un acto de comunidad, un ritual colectivo que nos recuerda que aún hay algo en lo que creemos.

Al caer la tarde, el cielo tomó un tono rojizo. Los drones guardaron silencio. Los nazarenos regresaron a casa con los pies cansados pero el espíritu en paz.

Iztapalapa retomaba su vida cotidiana, aunque en sus calles quedaban las huellas de un fervor persistente: teatro sin escenario, comida humeante y una fe que camina. Una Jerusalén mexicana que, cada año, renueva su lazo con la historia.


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