María Garrido era una señora alta, con las piernas arqueadas; los domingos pasaba con una carrillera vacía y su sombrero cubierto de flores.
Había perdido la razón, recogía varios moscones, unos insectos grandes como escarabajos que amanecían en la calle cada vez que llovía y se los metía en el escote.
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Vivía en el callejón de Puerto Escondido, al lado de la famosa cantina de don Marcos Rodríguez, apodado Marco el Pinto.
Recorría las calles y solía sentarse en la banqueta del cine Sheba, en la esquina de la avenida 27 de Febrero y Madero. Se refrescaba con la brisa que llegaba del Grijalva.