En la polémica sobre la acusación contra la doctora Teresita se pueden observar diversas situaciones a propósito de la impartición de justicia que vale la pena comentar. Lo primero que hay que señalar es que en nuestro régimen jurídico, si bien se respeta la libertad de expresión y manifestación, la realidad es que los juicios no se ganan a punta de marchas. La justicia no es una cuestión de popularidad, si bien es comprensible y loable la solidaridad del gremio médico en torno a su colega, la realidad es que nadie, por buena persona o profesionista que parezca, está exenta de enfrentarse a la ley.
Ni modo de decir que los médicos por serlo pueden abstraerse a la justicia, o que por el juramento que hicieron hay que presumirlos incapaces de hacer daño. Hay varios ejemplos tristemente célebres de algunos médicos que son una vergüenza para el gremio y hasta para el género humano. Está el que fecundó con su propio semen a sus pacientes en tratamientos de fertilidad, sin consentimiento de ellas (Jan Karbaat). Hubo quien directamente aprovechó que la mujer estaba inconsciente durante la cesárea para tener violarla sin que se diera cuenta (Giovanni Quintella). Se presume que Jack El destripador pudo ser médico por la técnica de los cortes que practicaba, pero eso no se ha podido probar. Lo que no está en duda son las atroces prácticas de tortura del infame doctor Shiro Ischii en el escuadrón 731.
Señalar esto está muy lejos de criminalizar la práctica médica. Ningún médico, por el simple hecho de serlo, tendría por qué enfrentarse a la posibilidad de ir a prisión. Sin embargo, como seres humanos que son, pueden llegar a cometer errores y en esos casos deben responder por ellos. Eso es algo que todos los profesionales de la salud saben, o deberían de saber. El tener la honra de decir que salvan vidas trae aparejadas grandes responsabilidades. El simple hecho de no informar adecuadamente, incurrir en hacer más de lo debido o menos de lo necesario puede llevarlos ante la justicia. Es tal la complejidad y múltiple responsabilidad de los médicos que, dependiendo de dónde y en qué trabajen, pueden ser llamados a la Comisión de Arbitraje para esclarecer lo que ocurrió en una determinada práctica, o llegar a enfrentar procesos penales, civiles, familiares, administrativos y hasta fiscales.
Resulta sumamente delicado, pues, afirmar que una persona debe o no enfrentar un proceso penal cuando se ignoran los detalles del caso. Ocurre con frecuencia que personas perfectamente inocentes terminan en prisión, sencillamente por falta de una defensa adecuada. Porque no basta ser inocente, o haber actuado sin dolo. Hay que demostrarlo. Hay que ofrecer pruebas pertinentes, saber desahogarlas, y en el caso de una práctica médica, se requiere contar con peritos expertos que ayuden a los juristas a entender los detalles técnicos para poder valorar si se cometió o no un error, por qué pasó lo que pasó y si hay responsabilidades legales en el asunto, cuál es su alcance.
En el caso de la doctora, si el asunto llegó hasta el juzgado es porque la fiscalía hizo su trabajo de integrar la carpeta de investigación y recabó evidencia suficiente para determinar la probable responsabilidad penal. Es decir, si se trata de una persona que actuó sin dolo y no cometió ningún error en el caso particular, lo que ocurrió fue un exceso de confianza que la llevó a no defenderse adecuadamente en sede ministerial. La bondad del proceso penal es que tiene todavía oportunidad de enmendar en el entuerto, con el tiempo en contra, pero atendiendo los plazos y ofreciendo los argumentos pertinentes, la causa se puede enderezar.
Resulta pertinente recordar que en materia penal las partes son iguales. No debería haber una predisposición a favor de ninguna de las partes, como la hay en materia laboral a favor de los trabajadores, o en materia familiar a favor de los niños. Si el juez hiciera caso de las manifestaciones a favor de la doctora, estaría incurriendo en un grave error. Su obligación es mantenerse imparcial y tomar una decisión jurídica puramente técnica. Ahí es la defensa la que está obligada a hacer todo lo que esté a su alcance para probar la que sea su teoría del caso. Las marchas sólo presionan más al juzgador para asegurarse que la decisión que tome está debidamente fundada en el derecho, para quitarse de encima la sospecha que la presión popular pudiera haber hecho mella en su proceder.