Se ganará de nuevo en el 2024 y por las buenas ha de ser porque así lo ha decidido el pueblo de México.
La 4ª transformación, que es una revolución inédita en la historia en tanto que es pacífica, democrática y en libertad, habrá de jugársela, otra vez, en las urnas.
En manos del pueblo ha quedado ya la decisión de definir quién será, a partir del 6 de septiembre, el nuevo líder político del movimiento de transformación.
No tengo memoria de un revolucionario que, en la cúspide de su poder, hubiera renunciado a mandar.
Hasta en eso Andrés Manuel López Obrador marca la diferencia y establece un precedente.
Ya había ofrecido -y cumplió- poner su propia cabeza en la picota con la consulta de Revocación de Mandato.
Ahora refrenda, con esta decisión de pasar la estafeta a quien resulte ganador en la encuesta para elegir a la o el coordinador de la defensa de la transformación, su voluntad democrática.
Así como, "sin romper siquiera un vidrio" y al tercer intento, llegó por los votos de la mayoría López Obrador a la presidencia, así, por las buenas tendrá que llegar quien lo sustituya.
No tengo tampoco memoria de una revolución triunfante que se someta a la voluntad ciudadana y en ese trance se arriesgue a perder el poder.
Tocará a las mayorías, al refrendar su voluntad de cambio -como todo indica que habrá de suceder- cerrar el paso a quienes pretenden restaurar el viejo régimen autoritario.
Las izquierdas revolucionarias cuando conquistan el poder suelen aferrarse al mismo.
Cuando lo hacen por las armas suprimen de inmediato a la prensa que las cuestiona, desarticulan, persiguen y reprimen a la oposición, forman un partido único regido por criterios militares y tienden a restringir, para evitar fisuras, la iniciativa individual en todos los órdenes de la vida.
Los movimientos de izquierda que triunfan gracias al voto mayoritario de la población se ven obligados a asumir las reglas de la democracia y a convivir con sus adversarios.
Sobran los ejemplos, sin embargo, de cómo, en su pretensión de conservar el poder para garantizar la conquista de sus objetivos -y ante los riesgos que implica disputarlo en un entorno que no controla- deciden tomar atajos y terminan rompiendo las reglas básicas de la convivencia democrática.
Hermana a quienes triunfan por las armas y a quienes lo hacen en las urnas; la figura de un caudillo y de una vanguardia cerrada que, tarde o temprano y al considerarse insustituible, cae en la tentación de perpetuarse en el poder.
El movimiento de la cuarta transformación de la vida pública en México es distinto; no hay precedentes en la historia de una izquierda con una vocación democrática tan firme.
López Obrador -y contra todos los pronósticos apocalípticos de la derecha conservadora - se retirará por completo de la vida pública al entregar la banda presidencial a quien resulte electa o electo para sustituirlo.
Esta misma ruta; gobernar tres años, someterse a la consulta de la revocación de mandato a la mitad de su sexenio, abrir el proceso sucesorio al escrutinio limpio y público, entregar el mando político primero y luego la banda presidencial para después eclipsarse y someterse al juicio de la historia, deberá seguir quien gobierne del 2024 al 2030.
Sin caudillo, enfrentado a una oposición marrullera sometida a los designios de una oligarquía resentida y rapaz, en un entorno mediático totalmente hostil, decidida, a pesar de todo eso, a defender las libertades y derechos hasta de sus más fanatizados adversarios y a no aferrarse al poder esta revolución, hará lo que ninguna otra ha hecho; se pondrá en manos de la gente y así y por eso mismo, por atreverse a poner en riesgo su propia existencia, vencerá.