Una profunda conmoción, un cataclismo, un cambio estructural de esos que suceden muy pocas veces en la historia sacudió a nuestra patria el pasado 2 de junio. El proceso electoral más grande y más complejo de cuantos se han celebrado en México tuvo —aunque muchos se niegan aún a aceptarlo— el carácter de un rotundo y masivo doble plebiscito.
Los casi 36 millones de personas que votaron para llevar a Palacio a Claudia Sheinbaum Pardo y convertirla en la primera presidenta de la historia de México manifestaron también así su apoyo irrestricto a la gestión de Andrés Manuel López Obrador.
Por dos personas, por dos luchadores sociales, por dos compañeros se pronunciaron la mayoría de las y los mexicanos. A pesar de la campaña masiva de calumnias y mentiras, a pesar de la guerra sucia electoral —la más costosa, agresiva y prolongada de la historia— y de la situación de desventaja estratégica frente al poder mediático la gente votó por la candidata de la coalición Sigamos Haciendo Historia y reconoció abrumadoramente al presidente saliente.
Pero no solo por Claudia y en apoyo a Andrés Manuel votaron la mayoría de las y los mexicanos, lo hicieron también por una idea, por un proyecto de país, por un movimiento revolucionario, por los partidos políticos que, aliados, lo impulsan y por el conjunto de reformas constitucionales que harán posible darle continuidad, consolidar y profundizar el proceso de cambio iniciado hace seis años.
La gente se volcó a las urnas consciente de que no solo se trataba de elegir presidente sino de definir —y de ahí el carácter doblemente plebiscitario de la elección— el futuro de México. Como nunca antes había sucedido, las y los electores tuvieron el 2 de junio frente a sí dos opciones radicalmente opuestas: la restauración del viejo régimen neoliberal con toda la derecha agrupada o la construcción del 2º piso de la Transformación.
Había ciertamente atajos que el electorado podía haber tomado, pero la gente ante esta encrucijada no vaciló. Votar por Claudia, pero atarle las manos al no hacerlo por sus candidatos al Congreso de la Unión habría sido tanto como concederle un carácter meramente testimonial a su mandato y, en los hechos, emprender el camino de regreso al pasado
No fueron ni la ignorancia, ni la dependencia de los programas sociales, menos el engaño o la seducción los que movieron a las y los votantes a tomar una decisión radical en las urnas; fue, antes que nada, la conciencia de que, en una disyuntiva histórica como esta, cada voto pesa y fue la certeza compartida por millones de personas de que, en un momento así, titubear equivale a traicionar.
Campeó también, el día de la elección entre los votantes, la certeza de que la Constitución — convertida por el régimen neoliberal en un instrumento al servicio de la oligarquía— debe recuperar su sentido original y la convicción de que para lograrlo es preciso reformarla.
Mostraron, por la forma en que votaron, la mayoría de las y los mexicanos que tienen —porque la vida pública, como insiste López Obrador, se ha vuelto cada día más pública— un conocimiento preciso de la forma en que opera nuestro sistema político. No hubo ingenuidad, ni torpeza en la forma en que se emitió el voto sino más bien claridad y contundencia. Se engañan quienes creen que la gente no sabe del calado profundo de la reforma al Poder Judicial o la del Instituto Nacional Electoral cuando de estas reformas dependen la justicia y la democracia en México.
Se engañan cuando creen que con su campaña permanente contra López Obrador o sus insidias contra Claudia podrán desprestigiar al primero y frenar o descarrilar a la segunda.
No. No solo habrá de pasar de unas manos a otras la banda presidencial. No solo por eso votó una aplastante mayoría de las y los mexicanos. Para que preserve el legado de López Obrador y consume la transformación radical del país eligieron a Claudia y eligieron también, libre y conscientemente, darle todo el poder y la fuerza legal para que pueda cumplir ese mandato.