Así le llamó Ana. Y no pudo haberlo descrito mejor. Porque la tristeza se disfraza a menudo -de enojo, sobre todo-, pero cuando llega desnuda nos desarma, nos deja en tal estado de indefensión que se funde con una, con uno.
Un día escribí que tras la muerte de una persona amada no existe un dolorómetro. Es decir, creo que no existe tal cosa como que un dolor sea mayor que otro. Opino que es falso, por ejemplo, que una persona sufra más por la muerte de un hijo, que otra por la muerte de su pareja.
Cada persona es ella y sus circunstancias; de manera que a cada persona le duele profundamente la ausencia del ser que ama. Y pocas cosas hay tan absurdas e inútiles como medir ese dolor.
No obstante, la experiencia me está demostrando que, precisamente por las circunstancias únicas de cada persona, hay duelos que parecen más duros. No es el dolor el que comparo, es el duelo el que parece ser más duro.
Por ejemplo, yo suelo hablar de mi duelo como una tormenta. De hecho, así titulé mi libro: “Claves para atravesar la tormenta. Mis aprendizajes para vivir el duelo”. Y toda la travesía, desde que a mi hijo le anunciaron el cáncer hasta su muerte, siempre me pareció una tormenta, a veces huracanada.
A menudo describo mi experiencia en duelo como: sentirme a la deriva, en medio del mar, sostenida por una tablita; y mis aprendizajes se relacionan con armar la barca y remar hasta llegar a la playa.
Pero una amiga describe el principio de su duelo como “El atentado”. Ella sufrió un aborto espontáneo de gemelos. Y cuando habla al respecto así lo dice: “Cuándo sucedió el atentado…”.
Ana, en cambio, describe su experiencia como “Un meteorito”. Y casi todas las palabras que utiliza remiten a eso, a la sorpresa, al choque devastador, al silencio, al vacío.
Su hijo menor, con apenas 12 años, murió de un infarto en su cama una noche como cualquier otra. Era deportista y todo indicaba que muy sano. Es un caso, como otros, de jóvenes que, sorpresivamente, tienen un infarto en plena cancha de futbol. Un caso entre miles o millones, le dijeron. Pero en realidad no saben.
Y, tras el estupor, la incredulidad y la rabia llegó “la desnuda tristeza”.
Sabía qué hacer con la incredulidad y la rabia, me dijo, pero no sé qué hacer con la desnuda tristeza.
Y yo la escucho y lloro con ella. Lloro su duelo y lloro el mío. La abrazo. Me abraza. Y nos miramos buscando respuestas. Pero sólo vemos a la desnuda tristeza abrazándonos tan desvalida como nos sentimos nosotras.
Acaso por eso es difícil enfrentarla. Tal vez, por eso, no hay mucha resistencia ni acomodo ni argumento ni debate ni oposición ni nada. Porque así, desnuda como está la tristeza, sólo queda rendirse. Entonces ella se acerca humilde y agobiante.
A Ana le oprime el pecho como quien quiere resucitar sin mucho talento. A mí se me instala como un abrigo pesado que me impide caminar.
He aprendido que, como sea que percibamos o nombremos ese parteaguas que representa que un ser muy amado haya muerto, la desnuda tristeza nos visitará a menudo. Y, a menos que la ignoremos o la sedemos o la volvamos a disfrazar, mi experiencia es que, si aceptamos su abrazo y la cobijamos un rato, nos hace un regalo: nos deja un sosiego que se parece mucho a sentir paz. (www.cecilialavalle.com, contacto@cecilavalle.com)