En las guerras de liberación, que son por su propia naturaleza asimétricas, sólo prevalecen aquellos que toman con moderación y sin envanecerse sus victorias, saben aceptar sus derrotas, tienen la honestidad moral e intelectual para analizarlas objetivamente, son capaces de asumir sus errores y de reunir la entereza y el coraje necesarios para corregir el rumbo y seguir adelante.
En la guerra aprendí -12 años me dediqué a cubrir conflictos- que la victoria, que suele ser veleidosa y fugaz, se escapa con frecuencia de las manos y que la derrota sólo dura para siempre cuando no se tienen ya razones ni disposición para seguir peleando.
Habrán de disculpar que, para hablar de las elecciones recientes, para intentar, a la manera de Nicolas Guillen, un balance de las mismas y decir "tengo vamos a ver", me remita a la guerra. En el conflicto me formé. La tensión de las fuerzas, que chocan con la intención de aniquilarse entre sí, me marcó para siempre.
Nada más opuesto a la guerra (que aprendí a detestar y nunca quise para mi patria) que la democracia. Nada más sagrado que la voluntad ciudadana expresada libre y limpiamente en las urnas. Ante ese mandato he de rendirme. El respeto inalienable que exijo para mi voz y mi voto he de tenerlo para la voz y los votos ajenos. Aquí habrá paz mientras el pueblo ponga y el pueblo quite.
Invirtiendo la máxima de que la guerra es la continuación de la política por otros medios -como sostiene Von Clausewitz-, la derecha conservadora se planteó como objetivo, más que infligirle una derrota en las urnas, el aniquilamiento de Andrés Manuel López Obrador y su proyecto.
Convirtió la oposición esta justa cívica en una confrontación asimétrica de vida o muerte. Con todo su peso, los poderes fácticos -el dinero, la iglesia, los medios- e incluso el árbitro electoral se inclinaron hacia la derecha.
Mis últimos artículos fueron llamados de alerta fallidos. La democracia, como la razón, dije parafraseando a Goya, también engendra monstruos. La gente, movida por el miedo, vota incluso por aquellos que ya han sido y volverán a ser sus verdugos.
Fue el miedo la principal -la única, más bien- herramienta de movilización de la derecha. El miedo, tan irracional como infundado a perderlo todo. El miedo que, es también, la otra cara del racismo, el que movió al electorado a dar la espalda a Morena en el que fuera bastión indisputable de la izquierda: la Ciudad de México.
Y fue también el descontento con alcaldesas y alcaldes, con candidatas y candidatos, con un partido que no supo responder a aquellos que, como dice Petronio en El Satiricón, aceptaron el cebo de la esperanza pero no obtuvieron nada a cambio.
Alejado de la gente, de sus aspiraciones, necesidades y exigencias, Morena en la capital dejó ser movimiento social, se volvió burocracia y -en ese sentido- se hizo indistinguible de otras opciones.
Fui también yo, fuimos nosotras y nosotros que actuamos en los medios y en la red en defensa de la Cuarta Transformación quienes no supimos estructurar una narrativa poderosa y convincente de la misma.
Se perdió la ciudad; esa derrota, si la entendemos y asumimos, podremos convertirla más adelante en victoria.
Por otro lado, y pese a lo que la prensa diga, el hecho es que falló la derecha estrepitosamente. Ni con todo el dinero ni con todos los medios, logró destruir a López Obrador y detener la transformación.
Se ganó el país. Se conservó la mayoría en la Cámara de Diputados; con lo ganado en esta elección, Morena sumará 19 congresos locales y gobernará 17 estados. Esta victoria contundente debemos cuidarla amorosa, inteligente, honesta y apasionadamente; si la descuidamos se nos irá de las manos en el 2024.
@epigmenioibarra