Hace un par de días, el miércoles 15 de mayo, tuvo lugar el tradicional festejo en honor a los maestros, figuras señeras cuya actividad ha estado ataviada de diversas connotaciones a lo largo de la historia: servicio social, apostolado, ejercicio vocacional y hasta actividad filantrópica. El caso es que la tarea del docente resulta, cuando se ejerce con genuino compromiso, muy placentera y llena de exigencias. ¿Qué exige?: seriedad, preparación académica permanente, pero también preparación emocional y afectiva.
Exige seriedad, porque moldear la mente y el espíritu de las nuevas generaciones es un acto sublime que no puede ser tomado con ligereza, ni ejercido por quienes asumen la noble profesión del magisterio solo por un interés económico o como puerta de acceso a un empleo seguro.
Exige preparación académica permanente, porque el conocimiento avanza a ritmos vertiginosos. Se estima que, en promedio, antes el conocimiento humano se duplicaba cada dos siglos; hoy, se duplica cada cinco años. Ante esta realidad, los maestros deben fortalecer sustancialmente su formación pedagógica, más allá de la legítima aspiración de mejores niveles de remuneración salarial.
Un punto vinculado al planteamiento anterior es la revisión continua de la práctica docente que entraña la aplicación de evaluaciones, al margen de toda la aversión que estos mecanismos suscitan. No puede entenderse que haya rutas de mejora sin evaluaciones, toda vez que el acto de evaluar casi siempre implica reprogramar, rectificar. El problema es cuando se diseñan instrumentos pensando en evaluar al sujeto y no a su práctica, porque la estrategia termina por vincularse a un castigo, en vez de mirarse como una oportunidad para tomar decisiones de capacitación que mejoren competencias.
La tarea del docente también exige preparación afectiva, porque el convulso mundo de nuestros días somete a los estudiantes a infinidad de presiones emocionales. Cuando un maestro adolece de falta de equilibrio emocional (por infinidad de problemas mal gestionados), no solo hace prescindir a sus alumnos de algunas dosis de comprensión en momentos de apremio, sino que él mismo los intimida y les inflige sufrimiento. Se vuelve indebidamente autoritario, sádico disciplinario, gustoso de inspirar terror. La consecuencia es que muchos alumnos le toman pavor al conocimiento, cuando lo que en realidad hay detrás es un enraizado odio por el pedagogo déspota.
Quizá sea necesario agregar a las tres exigencias aludidas la de ser pródigo lector para ensanchar su mente e inspirar a otros, pues ya sabemos que la lectura es uno de las vías más poderosas de aprendizaje y un medio para interpretar y significar la realidad. En este tenor, no quisiera terminar sin recomendar tres libros —de muchos, muchísimos más que profundizan en el quehacer de los maestros— de cuya lectura y relectura obtuve valiosas lecciones:
El primero se titula "Sobre la educación", del humanista y científico Bertrand Russell, obra en la que expone la certeza de que cualquier "esperanza de reconstrucción social" ha de partir de la educación. Russell busca educar personalidades libres y sensibles, cultivadas en la curiosidad y la confianza en el esfuerzo. Por ello, plantea que "la misión de la educación primera consiste en educar los instintos de modo que puedan producir un carácter constructivo y no destructivo".
El segundo libro es "Cartas a quien pretende enseñar", del pedagogo brasileño Paulo Freire. Para no ahondar demasiado en su contenido, me limitaré a decir que una de sus cartas concluye que "el enseñar no existe sin el aprender", van de la mano. El aprendizaje del educador se logra cuando éste, humilde y abierto, se encuentra permanentemente disponible para repensar lo pensado, para revisar sus posiciones.
Otra carta es una defensa a la prodigiosa labor del magisterio, que no debe quedar supeditada al desinterés y la comodidad. La práctica educativa no puede ser "chambista" (el calificativo es mío); su motivación no debe ser solo económica. No es —dice Freire— una especie de marquesina bajo la cual la gente espera que pase la lluvia. La práctica educativa, por el contrario, es algo muy serio: "Tratamos con gente, con niños, adolescentes o adultos. Participamos en su formación. Los ayudamos o los perjudicamos. Podemos contribuir a su fracaso con nuestra incompetencia, mala preparación o irresponsabilidad".
El tercer libro que sugiero es "Ulises Criollo", autobiografía del connotado maestro mexicano José Vasconcelos, escrito de manera magistral, épica. Texto imprescindible, porque muestra un amplio panorama del devenir de la Revolución Mexicana y que, a 89 años de haberse publicado, mantiene su vigencia por la convocatoria a una elevación de la moral social, así como por la realización de un programa educativo integral.
A manera de corolario, les dejo un fragmento de esta obra: "La escuela me había ido ganando lentamente. Ahora no la hubiera cambiado por la mejor diversión. Ni faltaba nunca a clase... En todo, la escuela era muy libre y los maestros justicieros".
He ahí, pues, la centralidad de la educación para el desarrollo individual y social. He ahí, también, el papel protagónico de los maestros en dicha transformación. Así como ayer, así como hoy, así como mañana, así como siempre. ¡Felicidades!