En mi anterior comentario dije que la división de poderes, propio de una República, jamás ha existido en México. Que ningún presidente de la República ha respetado la división de poderes plasmada en nuestra Constitución. Magistrados del Poder Judicial que hoy acusan al presidente Andrés Manuel López de atentar contra la independencia de ese Poder y acusarlos de corruptos, en verdad lo que defienden es una independencia que les permita continuar con sus juicios plagados de corrupción para proteger, de manera cómplice, intereses creados como Iberdrola, surgidos durante los años de bonanza de corrupción neoliberal. El periódico La Jornada del pasado 3 de septiembre calificó al Poder Judicial como “el verdadero enemigo de México”.
A partir de los años del neoliberalismo económico con Carlos Salinas, los presidentes de la República convirtieron, aún más, al Poder Judicial y al Legislativo como sus cómplices para hacer de nuestra Nación un negocio.
Por eso insisto hoy, de manera muy categórica, que la República nunca ha existido en México tal como se ha plasmado en las distintas constituciones de nuestra historia. Que la Republica sólo ha existido en el papel.
Y para meterme en ese terreno tan delicado sobre la República en México, me apoyo en el autorizado politólogo de la UNAM Arturo Anguiano y en la obra del Doctor Arnaldo Córdova (q p d). En su libro “El Ocaso Interminable”, Arturo Anguiano nos dice textualmente: “La República, que desde la Independencia se estableció y que la Revolución consagró en 1917, en realidad siempre se ha mantenido inédita en México, más como aspiración que formando parte de la realidad. Siempre fue una República imaginaria, sobre el papel, inexistente históricamente, por la extrema concentración del poder (…) en la figura del presidente”. Luego insiste:
“Todos los poderes se concentraron en los hechos en la figura del presidente de la República, sin controles de ningún tipo, omnipotente y omnipresente, rodeado de un halo casi místico, generando un orden jerarquizado (piramidal) que se reprodujo sobre la base de relaciones clientelares y corporativas (,,,) con un carácter patrimonial”. Hasta aquí la cita. Pero vayamos más atrás.
Durante el siglo XIX México no había madurado aún como una Nación, era un mosaico de regiones aisladas, dominadas por caciques regionales donde cada uno mandaba en su región y hacía caso omiso de un poder nacional que no existía. Era aquél un México poco poblado, fracturado políticamente y desintegrado económica y territorialmente: el sentimiento de identidad nacional era aún muy débil. La Federación de Estados autónomos no existía: lo que estaba en peligro era la integridad territorial de un México que se estaba desmembrando y cayendo a pedazos. Por eso cuando leo en los libros esa mentira de la “República Restaurada” me da risa. Ese concepto es falso: no se puede restaurar lo que nunca ha existido.
En un México del siglo XIX no podía haber democracia cuando el 90 por ciento de la población o más no sabía leer, ni escribir, y no conocían más México que la hacienda o el rancho donde vivían. Las elecciones en los años de Juárez y Díaz fueron un simulacro.
Porfirio Díaz logró someter a aquel México bronco y anárquico, a aquellos poderosos caciques regionales que se levantaban en armas: por la fuerza, por la vía de la amistad, de los compadrazgos, de las concesiones, de los negocios y favores.
Durante el férreo sistema presidencialista y centralizado, el presidente de la República ponía y quitaba gobernadores a su antojo. Salinas quitó a 19 gobernadores, entre ellos a Salvador Neme Castillo. Ningún presidente respetó la autonomía de los Estados de la Federación. En esos años el presidente “subyugó todo, subsumió poderes y formas republicanas de manera que nada escapaba a su dominio”, nos dice Anguiano: “El régimen político presidencial mexicano avasallador y envolvente, no sólo anuló la República y simuló el Estado de derecho, también falseó la democracia, la que jamás logró desarrollarse en México”. Todo ello dio paso a un régimen cerrado y jerarquizado, donde el servilismo y el favoritismo eran, y siguen siendo, un lubricante con que funciona el sistema, sujeto a la arbitrariedad y al autoritarismo del presidente.
Miembros de la oposición hoy, ignorantes de nuestra historia política, que acusan a AMLO de autoritario, de centralizar el poder, de aplastar la democracia, se olvidan que el autoritarismo, la centralización del poder y la ausencia de democracia han sido la esencia misma del sistema político mexicano. Y con la falsedad que le es propia, fingen añorar una vida parlamentaria ideal que jamás ha existido en México.