En solidaridad con las mujeres de Irán
La figura de la Bruja habita en cuentos, leyendas, procesos inquisitoriales y judiciales, libros de historia, literatura de ficción. Misteriosa y temible, aterradora y fascinante, la Bruja renueva su atractivo en el imaginario social y la cultura popular hasta nuestros días. De significar lo irracional, lo delirante, lo extra-ordinario y por ello terrorífico, la Bruja ha pasado a representar lo marginal, lo arcano, lo censurado, lo reprimido, por re-descubrir.
Sospechosa de tener pacto con el diablo por sus saberes ocultos, minoritarios, por su conducta heterodoxa y libre, la Bruja, como otros personajes disidentes, fue estigmatizada, perseguida y asesinada por los poderes dominantes – las Iglesias, el Estado, o ambos- que, en la historia de Occidente, han condenado el conocimiento científico, el cuestionamiento de religiones y valores establecidos, el pensamiento crítico y las conductas heterodoxas.
Si bien la era de las tinieblas parece lejana y desde el feminismo se ha resignificado la figura de la Bruja como mujer sabia, cuyos conocimientos medicinales aliviaron enfermedades y dolores de mujeres y hombres, las persecuciones de las que fueron víctimas tantas mujeres acusadas de brujería entre los siglos XIII y XVII en países “desarrollados” e “ilustrados”, son ejemplo patente del grado de violencia y crueldad que puede provocar la intolerancia. Cuando desde el poder (civil o religioso) se acentúa la incertidumbre, se manipula el miedo y se busca imponer un control férreo sobre grupos o masas, construir al “Otro”, en este caso “Otra”, como “Enemiga” permite justificar la exclusión y hasta la deshumanización de la “extraña”, disidente” o “rebelde”.
“De la Bruja y sus persecutores” trata el clásico de Jules Michelet, publicado en 1862, que recién ha reeditado Akal en la colección conmemorativa por sus 50 años de trabajo editorial. A la luz de nuevas investigaciones sobre la Edad Media, las brujas y la represión de las heterodoxias, la obra del historiador francés se valora más como “novela” que como texto histórico pero no por ello deja de ser un documento fascinante.
En su época, La Bruja provocó censura oficial, en parte por su acercamiento a la sexualidad y el cuerpo, en parte por su fuerte crítica al rol de la Iglesia católica, de los jesuitas en particular, en la persecución de las “brujas” y en los abusos a las monjas “posesas” de Loudun y Louviers. Como las novelas de Víctor Hugo o los, también entonces escandalosos, poemas de Baudelaire, la obra tuvo gran éxito entre el público y perduró más allá de su siglo. Narradores como Carlos Fuentes en Aura, por ejemplo, se inspiraron en este relato lleno de poesía, lirismo, emoción, sobre todo en la primera parte.
Aparte de la idealización de la Bruja, a la que Michelet configura como heredera de la Sibila y las hechiceras, su crítica de la subordinación social de las mujeres, su recuperación y valoración de sus saberes como curanderas, parteras o aborteras (“único médico del pueblo” en medio de hambres y plagas), nos recuerdan que la resistencia también puede darse en actos cotidianos, en el cultivo de la naturaleza y el cuidado de la vida.
Por otra parte, su denuncia de la tortura, la crueldad y la mentira, de la persecución contra brujas, “poseídas”, herejes, espíritus libres y hombres de ciencia (con base en expedientes judiciales, civiles y religiosos), a través de cuatro siglos, muestra la persistencia de los prejuicios y temores con que los guardianes del “orden” justificaron la demonización de las mujeres y los “disidentes” y nos recuerda los peligros de la ignorancia, el fanatismo y la manipulación de las creencias.
Como escribe Ariadna Akal en su prólogo, la “Bruja” representa “una resistencia”. En este sentido, recuperar a las brujas de antaño es reivindicar a las mujeres que han resistido, a las que han sido y son hoy todavía oprimidas y asesinadas, a las que resisten a los mandatos de obediencia ciega y contraponen a la violencia sus saberes y su deseo de libertad.