Las derechas se frotan las manos ante los pronósticos negativos que anuncian expertos en torno al impacto económico del coronavirus que está desestabilizando bolsas de valores del mundo globalizado, haciendo caer estrepitosamente los precios internacionales del petróleo y ensanchando las posibilidades de una recesión mundial.
Los conservadores anhelan un escenario catastrófico donde la pandemia pegue tan fuerte que nos lleve a una severa crisis económica y así echarle la culpa al presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Los reaccionarios trabajan arduamente desde el oscuro mundo de la tenebra, de los golpes bajos, para contaminar mediáticamente el ambiente, más que el coronavirus, y poner en duda los profundos cambios que se realiza para construir la Cuarta Transformación (4T) del país.
Sin duda son momentos sumamente complicados en los que se supone deberíamos estar unidos para enfrentar los problemas con mayores probabilidades de éxito. Pero lamentablemente el neoliberalismo ha logrado que el mexicano saque a relucir sus peores hábitos expandiendo el campo de la competencia económica a todos los ámbitos de las relaciones sociales en los mismos términos de desigualdad que operan en el mercado para favorecer solo a un pequeño grupo social con la capacidad de ponerle precio a todo lo que está a su alcance, hasta la propia justicia.
Un grupo cada vez más pequeño que concentra gran parte de las riquezas del país en detrimento del grupo mayoritario compuesto por las clases medio amoladas y muy amoladas, que gracias a la complicidad con la tecnocracia neoliberal lograron la privatización de las empresas públicas, incluyendo las estratégicas como la electricidad y el petróleo.
Se formó así lo que coloquialmente se ha dado en llamar el “capitalismo de cuates”, que arrasaron con todas las empresas públicas mediante una estrategia de engaño y simulación mediáticas que les resultó exitosa. Nos dijeron que, con la venta de Telmex, los Bancos, etc., etc., se iba a pagar la deuda pública, culpable de la crisis económica de los 1980, que íbamos a pasar al primer mundo y nada, se viene encima el “error de diciembre” en 1994-95 y con él la primera crisis financiera de la etapa neoliberal en México.
Prendió rápido la lógica neoliberal de establecer la normalidad de un mercado máximo y un Estado mínimo, esto es, que el mercado marque las reglas para regular a la sociedad y el Estado limite sus funciones y su poder alejado de cualquier tipo de intervención en la economía.
Con pompa y platillo nos convocaron a la Reforma del Estado debido a la presión social ejercida después del gran fraude electoral de 1988 que llevó al poder político al padre del neoliberalismo, de las privatizaciones y de la corrupción. Sin duda se avanzó en los procesos democráticos formales para la elección de nuestros representantes, pero se dejó prácticamente intacto el presidencialismo omnímodo ya no bajo la tutela del partido hegemónico sino a través de la alianza entre el PRI y el PAN y con un vasto esquema de corrupción e impunidad que se propagó por todos los circuitos del poder político, económico y mediático. Ya ni hablar del aparato burocrático que, a pesar de la mentada simplificación administrativa, no solo se encareció, sino que se pervirtió y no dejó de crecer con las nuevas camadas de políticos que llegaron al poder junto con sus cuates y familiares en los tres niveles de gobierno.
En este periodo neoliberal la democracia sustantiva que promueve la distribución equitativa del ingreso y mayor igualdad en todos los órdenes de la vida social brilló por su ausencia. El caso es que este modelo ha sido tan decepcionante que la misma ciudadanía ha dejado de creer en la democracia formal.
Por eso es importante el cambio de régimen político que permita regenerar y fortalecer al Estado tanto en sus funciones como en el poder de sus decisiones. La supremacía del libre mercado fracasó de nueva cuenta dejando al país en una situación crítica, decadente, con profundas desigualdades sociales, una corrupción e impunidad galopante, un crecimiento económico mediocre, un enorme desempleo y salarios de hambre, así como sistemas de salud y educación públicos al borde del colapso, entre otras de sus linduras.
El objetivo de AMLO es regenerar el poder del Estado y recuperar sus funciones sustantivas para el bienestar de la población en su conjunto. Un Estado que intervenga en la economía sin entorpecer el libre mercado, estableciendo una mejor distribución de las riquezas a través del incremento de los salarios mínimos y de un vasto programa de políticas sociales que impacte favorablemente a los sectores más vulnerables.
Se trata de reconstruir el Estado del bienestar sin el lastre de la corrupción y la impunidad, sin los privilegios de la alta burocracia, sin el enjambre de estructuras orgánicas y la tramitología que obstaculiza el desarrollo en todas sus vertientes.
A los conservadores afectados en sus intereses y ambiciones concentradoras de la riqueza nacional, debe quedarle muy claro que AMLO no tienen pretensión alguna de superar el capitalismo sino salir de una de sus facetas más conflictivas y degradantes, fortaleciendo el Estado de derecho, democrático y social para mediar eficientemente en la histórica lucha de clases, evitando que las contradicciones propias de esta formación económica nos lleven a un choque directo con fatales consecuencias revolucionarias.
Garantizar el mayor número de empleos bien remunerados y promover la igualdad social son dos tareas fundamentales del Estado del bienestar que está en marcha y ni el coronavirus y sus efectos económicos y mucho menos la alarmante guerra mediática que se ha desatado en contra de AMLO y la 4T podrán evitarlo.