Tabasco es obra del agua: delta de dos ríos que precipitan su caudal desde las alturas de la sierra, son sus tierras aluvión que muda de rostro sin tregua y, con su mudanza, marca la biografía de los hombres. Bajo el signo del agua transcurre aquí el tránsito entre nacimiento y muerte: torrentes que derraman las nubes grávidas, grises, eléctricas del verano denso de las tierras bajas; crecientes, avenidas de agua que sacan de cauce a los ríos para invadir los reductos del hombre. Naturaleza que abrasa y abraza en sol y agua que colman el espacio humano, haciendo sentir su envolvente dominio, su invasión implacable aun de aquellos ámbitos que los hombres rescatan para dejar su huella: para transitar de lo crudo a lo cocido, de la naturaleza a la cultura. Fue aquí sin embargo donde, hace más de tres milenios, el suelo incierto de los pantanos disimulados por manglares y por enjambres de jacinto y la sofocante floresta verde recibieron la impronta del espíritu y surgió, por primera vez en lo que mucho después se llamaría América, la convivencia civilizada y una visión del mundo articulada en mitos, en urbes ceremoniales y políticas, en símbolos de piedra, para asegurar el designio de trascender, con un proyecto cultural, la fatal tiranía del fuego y el agua, de la tierra y el viento. En la Costa del Golfo se prendió la chispa que propició el paso del estado de naturaleza al estado de cultura.
De dos milenios antes de nuestra era datan, según los arqueólogos, las más remotas aldeas de agricultores y pescadores mesoamericanos. En las tierras bajas, las aldeas y sus milpas abrieron claros en la fronda, que había que defender sin cesar de la invasión vegetal. Sin embargo fue allí, y no en las sabanas, sin huellas de sitios arqueológicos, donde surgieron los asentamientos humanos.
En el Sureste de lo que hoy es México se usaban ya la macana o bastón plantador, redes y nasas para pescar, troncos ahuecados para transitar el agua como los cayucos que todavía navegan los ríos de Tabasco, cestas, petates, cerámica, sonajas, flautas y pelotas, caracoles de mar. Sería arriesgado aventurar con exactitud hasta qué antigüedad se remontan las formas y facturas de los objetos que siguen elaborando, para uso doméstico o religioso, los indígenas de Nacajuca, Jonuta, Macuspana o Tenosique. Pero es evidente que su apariencia arcaica y la pureza de diseño vienen de muy lejos en la cuenta de los siglos. La choza de jahuacte o caña brava, con techo de huano, procede de no menos antiguo linaje sólo que antes, acaso, se habría usado barro para consolidar los setos y proteger mejor los interiores.
Los ancestros de los chontales de hoy son los putunes que, en el apogeo del Clásico, hicieron Comalcalco, acaso después de haber construido Palenque. Así los conocían por habitar tierras de agua, que eso significa potom. Chontales para los nahuas que los tenían por extranjeros, putunes para los mayas de la península, desconocemos el nombre que entonces se daban a sí mismos. Hoy se dicen chontales siguiendo el uso español que copió el excluyente calificativo pero en yokot'an, que es su lengua, se nombran yoko yinik que quiere decir, hombre verdadero de estas tierras.
De estas tierras fueron, aun antes, los olmecas, primeros en asentar comunidades autosuficientes, cohesionadas por una solidaridad que se fundaba en lazos de parentesco. Tan legendarios habrían de volverse después aquellos jóvenes pioneros que descender de su linaje llegaría a ser igualmente prestigioso para los soberanos mayas que contar entre sus ancestros a los propios dioses. En la escueta cerámica de los chontales contemporáneos se han desvanecido los jaguares que campeaban en la iconografía olmeca. Pero un jaguar maya, de su casta, persiste en la memoria que se obstina en trasmitirse de generación en generación. A la vez feroz y protector, como la tierra que en su ambivalente idiosincrasia alimenta y protege a sus hijos e insiste en devorarlos, emerge acá y allá en la fantasía popular. Así en la dramatización de un relato de niños abandonados por el padre que pone en escena, en 1985, el Teatro Campesino: vigilante benévolo que tutela, como madre amorosa, a los pequeños extraviados en la montaña rige, con su aceptación fatal, la muerte trágica que culmina la historia. Así, también, en ciertas creaturas fabulosas que, compartiendo la condición humana con la del murciélago y la del jaguar, se desplazan en vuelo sobre los poblados para ir al encuentro de la dueña del mar. (*Fragmento de la obra publicada por el Gobierno del Estado de Tabasco en 1988. Se reproduce en homenaje a la escritora, intelectual y humanista fallecida un 5 de septiembre de 2007)