Es verdad que todo pasa y que la vida sigue, pero también es cierto que hay algunas cosas que se quedan tatuadas, grabadas en la piel y en el alma para siempre. Pablo Santoro, Profesor de Sociología del departamento de Sociología: Metodología y Teoría, Universidad Complutense de Madrid dice que, “Si algo nos enseña la historia social de las epidemias, y también todos los estudios culturales sobre epidemiología, inmunología y enfermedades infecciosas, es que aquí se juega un problema fundamental de la sociología: cómo (sobre)-vivir juntos. Qué es lo que nos une y qué lo que nos separa”. El escepticismo que demuestra el Presidente AMLO respecto al Conavirus puede estar justificado en anteriores experiencias. En 2011, un grupo de expertos redactó un informe, a petición de la Comisión Europea, para evaluar el abordaje de la emergencia por el virus H1N1. Conocido como gripe A, fue una de las pandemias gripales predecesoras del actual coronavirus y su gestión por parte de los poderes públicos había sido objeto de críticas –entre ellas, se dijo entonces, un exceso de celo que generó un innecesario estado de pánico social–. Una de las conclusiones del informe era que había faltado una asesoría específica en ciencias sociales: mientras que se recurrió inmediatamente a epidemiólogos, virólogos y expertos en enfermedades infecciosas, no pasó lo mismo con otras disciplinas –comunicación, sociología, economía, filosofía política, ética– cuyo asesoramiento habría ayudado a enfocar mejor la respuesta a esa crisis. Quiero pensar que en el momento actual, en el cual la pandemia del coronavirus supone una emergencia global de un grado incomparablemente superior al de aquel entonces, las autoridades internacionales están teniendo en cuenta la ayuda que pueden aportar otras formas de conocimiento más allá del estricto saber biomédico. Pero quizá también puedan ofrecernos al resto algunas enseñanzas que nos permitan afrontar mejor lo que nos espera, cuanto menos, la teoría sociológica y las otras ciencias sociales y humanas con las que dialoga. Uno de los efectos más inmediatos en cualquier brote epidémico es la exacerbación –material y simbólica– de la diferenciación social, la multiplicación de las líneas divisorias entre “nosotros” y “los otros” (entre sanos y enfermos, entre quienes están bien y quienes tienen “patologías previas” o pertenecen a “grupos de riesgo”, entre quienes tienen recursos y apoyos y quienes no los tienen, entre “los de aquí” y “los de fuera”, etc.. Estas diferencias se deslizan muy fácilmente en el discurso social hacia una distinción entre “inocentes” y “culpables”, tal como muestran todos los ejemplos históricos, de la peste bubónica al VIH/sida. Comprendiendo las llamadas a la responsabilidad individual y a la importancia del “distanciamiento social” como forma de lucha contra la expansión del virus, también me generan una extrema inquietud en su potencialidad para cuestionar los vínculos que nos unen. Quizá temporalmente, si así lo recomiendan los expertos médicos, haya que generar nuevas fronteras, nuevas distancias, pero –y esta es, a mi juicio, la lección más importante a recordar de una sociología del coronavirus– debemos estar también muy atentos a los peligros tan abismales que pueden esconderse entre ellas. Podría seguir apuntando muchísimas otras cuestiones sociológicas que el coronavirus moviliza, desde las transformaciones digitales del tejido productivo hasta las muestras de racismo experimentadas contra viajeros de origen asiático, como la que demostramos aquí en Tabasco con la reciente visita, en tránsito a Palenque, de un grupo de ciudadanos japoneses confundidos con chinos.
Es verdad que todo pasa y que la vida sigue, pero también es cierto que hay algunas cosas que se quedan tatuadas
Racismo puro: Los japoneses que confundimos con chinos
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