Siempre me ha intrigado lo que ocurre en el cerebro de las personas cuando toman decisiones o caminan afanosas tras un propósito. Confieso que mi curiosidad es mayor por saber lo que pasa en la mente de algunos políticos que, ofuscados por el deseo de poder, no pueden medir el impacto de sus auténticas capacidades.
A finales de la década de los sesenta del siglo pasado, el psicólogo polaco Gustav Bychowski publicó un libro de referencia en la política: "Psicología de los dictadores". En esta obra, el investigador describe los rasgos de personalidad de diferentes políticos embaucadores, faranduleros y autoritarios, y llegó a la siguiente conclusión: "Entre los factores psicológicos colectivos que favorecen las ansias de poder de algunos personajes, se encuentran la obediencia y la admiración a ciegas por parte de sus seguidores. Esto es posible porque el pueblo se siente debilitado por su propio yo y renuncia a la crítica y a la posibilidad de razonar con libertad".
En tales circunstancias, es como si la población regresara a una etapa más infantil y buscara ansiosamente ser salvada por individuos a quienes venera, sin importar todos sus vicios. La gente confía en ellos del mismo modo que el niño ingenuo confía en el padre y le confiere poderes mágicos. La gente cree en sus promesas y les atribuye casi omnipotencia. ¿Saben por qué? Porque con regularidad manipulan, fascinan, mienten y buscan el poder gracias a su carisma.
No puedo comprobarlo, pero estoy seguro de que en un gran número de estos personajes predomina el llamado cerebro reptiliano, encargado de poner en marcha nuestras funciones más básicas y primitivas y de llevar a cabo algunas conductas inconscientes e involuntarias, como nuestra respiración, la presión sanguínea, la temperatura, el equilibrio, entre otras.
Este cerebro, según las investigaciones neurológicas, no es reflexivo (como el neocórtex); por el contrario, actúa de manera inconsciente y por instinto. Es como el cerebro que tiene cualquier reptil y que empuja hacia el dominio, la agresividad, la defensa del territorio. Todos, en alguna medida, compartimos esos rasgos, pero hay políticos en los que se hacen más evidentes cuando van tras el poder o ya disfrutaron de sus mieles.
Estos políticos, al ser conscientes de sus habilidades para influir en la vida de los demás, sobre todo en la de quienes no están preparados, pierden el control sobre sí mismos y su cerebro reptil se apodera de los resortes del mando. Es común que tiendan a ocultar en sus expresiones faciales, en su sonrisa y el tono de su voz todo el artificio que cabe en ellos.
Carecen de una de las más grandes virtudes del estadista, que es la mesura, cuya palabra tiene claramente el significado de prudencia y moderación.
Para profundizar un poco más el sentido de la mesura política, hay que agregar que se trata de una virtud que evita los extremos y, consecuentemente, rechaza que las personas se inclinen por posiciones polarizadas y excluyentes, so pena de abrir la puerta a los conflictos que frenan el avance de la sociedad.
Por cierto, hay un término que suena casi igual a "mesura"; se trata de "mensura", que proviene de "mensurable" y se refiere a la medida o dimensión de algo.
A partir de lo dicho, puedo afirmar que "si la mesura en la política es una poderosa virtud, entonces ella es la mensura ideal de la prudencia para lograr un mejor futuro".
Es probable que alguien haya pensado que la palabra "mensura" comparte la misma raíz etimológica de "menso"; algo hay de eso, porque la palabra "menso" proviene del latín vulgar "mensus", y se usa para designar a quien se le ha tomado la medida y puede tomársele el pelo fácilmente. Después de todo, resulta una afortunada coincidencia fonética para calificar a muchas personas —incluidos unos que otros políticos y también sus seguidores— que a veces no terminan por entender las cosas.
El refrán
Cuanto más vacía la carreta, mayor es el ruido que hace.