A menos de dos semanas de concluir las campañas electorales, confirmo que las arengas de muchos candidatos mexicanos están diseñadas para activar el lado visceral de los votantes y moverlos a la acción irreflexiva. No importa que los candidatos lleven sobre sus espaldas un pasado oscuro, siempre apelan a la amnesia selectiva y, como describe George Orwell en su novela distópica “1984”, transforman la narrativa de ese pasado mezquino para que se ajuste a sus intereses actuales, buscando revivir el más desaforado fanatismo.
Al estilo de Donald Trump o Nicolás Maduro, estos candidatos articulan mensajes con los que buscan centrar la atención en las “demandas insatisfechas”, las “injusticias” y los “agravios sociales” (en buena medida provocados por ellos mismos). Son puestas en escena donde se incita a mujeres y hombres a gritar para hacerse notar, se culpa al gobierno de los males, se acentúa una relación antagónica (somos “nosotros” y “ellos”), se pronuncian frases del tipo “vivo en el corazón de ustedes” y, finalmente, se declaran vencedores.
Los discursos de este tipo son distractores usados para ocultar conductas reprobables. Son artilugios dignos de ilusionistas que, a falta de proyectos y con mucha cola que les pisen, se aprovechan de ese sesgo cognitivo denominado “ceguera al cambio”, muy explotado por los magos para desviar la atención de lo verdaderamente importante, de lo que no desean que veamos, a fin de que sus trucos puedan resultar exitosos.
Puesto que tales mensajes carecen de sustancia, están llenos de hipérboles
y no razonan nada sobre el valor de la corresponsabilidad ciudadana en los asuntos públicos, tienen una vida efímera y ultrajan la cultura política.
A nivel mundial, hay discursos que han hecho historia y siguen siendo añorados: el de Luther King, con su sueño de trabajar y luchar juntos por la libertad, desde cada colina y cada montaña. El de Nelson Mandela, en su investidura como Presidente de Sudáfrica, invitando a su pueblo a trabajar diariamente, sin vacilación alguna, para hacer posible la justicia y dar aliento a la esperanza de una vida espléndida para todos. O el de Gandhi, en el Congreso Nacional Indio, en 1942, convocando a la no violencia y exponiendo que su democracia significa que “cada uno es su propio amo”, por lo que solo de cada uno depende que las cosas sucedan.
Todas estas piezas oratorias tienen una característica común: aluden a la importancia del compromiso personal, de la responsabilidad o esfuerzo individual para cambiar nuestro entorno. Sus argumentos apuntan a que somos los ciudadanos, con nuestra capacidad de emprendimiento, reflexión y participación política consciente, quienes podemos hacer posible la transformación de la sociedad.
En contraste, los políticos de ahora no hacen otra cosa más que inducir a los electores a pensar que los únicos responsables de que las cosas no funcionen son los gobernantes en turno (he ahí la coartada); a ellos se les atribuye la culpa de todos los fracasos de la sociedad y nosotros, tanto el mensajero como el pueblo noble, quedamos indultados.
No es que se exima a ningún gobernante de su responsabilidad por los males sociales (que son muchos), pero debemos reconocer que poco se concita a los ciudadanos a modificar actitudes y asumir deberes. El ciudadano no analiza perfiles ni coteja proyectos y en esas condiciones es fácil de manipular. Se queda en el limbo, aturdido por tantas peroratas sin sentido. Fija su atención en el trecho no caminado y descuida las oportunidades que trae consigo la ruta por transitar.
¿Ahora comprende por qué una buena cantidad de personas decide o vota teniendo como principal referente las críticas por lo no realizado en vez de las propuestas para mejorar? Con esa lógica, los malos políticos, como buenos ilusionistas, reparten culpas y tratan de esconder en sus discursos su insultante indignidad.
Mucha cultura política nos hace falta para empoderarnos como ciudadanos.