Con frecuencia, septiembre hace emerger el fervor patrio y abre las ventanas para afianzar nuestra identidad nacional. Conforme transcurren los días vemos a más personas ataviadas con prendas de vestir, bisutería y objetos ornamentales con los colores de nuestra bandera. No obstante, muchos comportamientos públicos revelan que eso de “ser orgullosamente mexicanos” va más allá del espíritu festivo, bribón y ocurrente.
El patriotismo debería expresarse en nuestra responsabilidad ciudadana en la vida colectiva, en la solidaridad y el apego a los principios del bien común. No pretendo hacer una radiografía de la idiosincrasia del mexicano, tarea de la que ya se ocuparon magistralmente Samuel Ramos, en su libro “El perfil del hombre y la cultura en México”, y también Octavio Paz, en “El laberinto de la soledad”. Traigo a la memoria, eso sí, las actitudes individualistas y el carácter disfuncional de muchos ciudadanos que han prefigurado una especie de nacionalismo trasnochado.
Para ser claros, hay que decir que un gran número de mexicanos no son asociativos más allá de los límites de su familia, por lo que sin juicios de valor agravian, estafan y violentan a los demás.
Otros llevan la pobreza en sus mentes y les fascina abrir sus manos para que políticos ladinos las llenen de dádivas, como moneda de cambio por el respaldo brindado para alcanzar el poder o perpetuar las ansias de dominio.
En este México del que decimos sentirnos orgullosos no faltan quienes se autonombran patriotas, pero permanecen inmóviles cuando se trata de impulsar una causa social que contribuya a dignificar la vida de otros connacionales.
Dizque muy patriotas, pero no les turba estacionarse en lugares prohibidos ni arrojar basura en las calles para convertir a los espacios públicos en monumentos a la inmundicia.
Dizque muy patriotas, pero a la hora de conducir un automóvil avasallan en el tráfico, dejan aflorar su exasperada personalidad y, por si fuera poco, reaccionan con hostilidad contra otros conductores. Con sus gritos y su mirada desencadenan la cólera de esas almas cargadas de electricidad, como decía Octavio Paz.
Dizque muy patriotas, pero se ufanan de esa mítica hombría que no hace más que desnudar sus debilidades y volverlos poco proclives a la sensibilidad ante el sufrimiento.
Septiembre -que ninguna culpa tiene- se convierte en el refugio para camuflarse de mexicanos ejemplares que usan las fiestas pomposas para darse golpes de pecho y gritar a todo pulmón: ¡Viva México!
¿Piensan que es una afirmación pesimista? Es simple demostrarlo. Mire a su alrededor y hallará un sinnúmero de personas que abanderan estas conductas.
Así son muchos mexicanos. Seres hoscos que de pronto estallan, se abren el pecho y se exhiben. Al respecto, sorprende la elocuente descripción de Octavio Paz:
“La manera explosiva y dramática, a veces suicida, con que nos desnudamos y entregamos, revela que algo nos asfixia y cohíbe. Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio (…) En el remolino de la fiesta nos disparamos. Más que abrirnos, nos desgarramos. Todo termina en alarido (…) El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”.