Luego de levantarme de un salto mortal porque la claridad de la ventana me hizo reconocer que ya eran más de las 7, preparé café, saqué la basura y en friega –después de lavarme las manos, claro está– me preparé un sándwich de jamón, que es lo más rápido por hacer en situaciones como la que me acontecía.
Ya en la combi, camino al trabajo, leí las primeras felicitaciones por mi cumpleaños 42, entonces me puse a pensar y no sé por qué, en la primera vez que sustraje un libro de una biblioteca pública.
Fue mientras estudiaba la licenciatura en derecho, la verdad es que ninguna materia logró mover, en mí, esas fibras sensibles como para que me apasionara, cosa que sí lo hizo una película que alguna vez llevó mi padre a casa In the name of the Father, y que creo, fue una de esas pelis que me llevaron a elegir la carrera de derecho como proyecto de vida, proyecto que, con el pasar de los años tomó otras encrucijadas. El caso es que solía volarme las clases, cruzar el parque La Pólvora hasta llegar a la biblioteca del estado, la José María Pino Suárez y dirigirme al pasillo de los libros de literatura. La mayor parte de la semana, en aquellos días, podían encontrarme ahí, de 10 a 2, descubriendo historias y de eso luego nació el gusto por contar mis propias historias.
Un buen día descubrí un libro. A pesar de su formato en pasta dura, lucía terriblemente desgastado, con algunos hilachos sobresaliendo del lomo, sus hojas ya habían adquirido ese color característico de los libros viejos, aunque eso sí, conservaba todas sus hojas, desde la de respeto hasta el colofón.
La historia va de una mujer que es ingresada a un hospital psiquiátrico, y a partir de eso, uno, como lector, ingresa en una vorágine de realidad-ficción-realidad ¡vamos! Para decirlo en una sola frase: uno ingresa en una locura total.
Al llegar a la página... digamos que 20, que vendría siendo como el tercer capítulo, mi Nokia 1100 recibió un mensaje de texto indicándome que tenía que regresar a la escuela, pues al día siguiente tendríamos que exponer un tema de nosequé y mi equipo convocaba a reunión para repartírnoslo. Por supuesto que lamenté la situación, pero no quedaba de otra. Fue en ese momento en que, por primera vez, pensé en sustraer un libro de la biblioteca y claro, la forma más segura de hacerlo era tramitando mi credencial de préstamos de libros, la cual me daría el beneficio de sacar hasta tres ejemplares, acción que ya había intentado, pero por vivir en el municipio de Nacajuca, me negaron ese derecho, alegando –para mi sorpresa– que Nacajuca pertenecía a otra jurisdicción ¡Vaya! La biblioteca del estado. No me quedaba más que hacer un recorrido y asegurarme que no hubiera moros en la costa. Pero antes, motivado mi consciencia cívica, revisé la ficha de resello. 1995. Y ya enterado de que en 5 años nadie había sacado dicho material, lleve a cabo el siguiente procedimiento:
· Guardar el libro en mi mochila.
· Observar que en la entrada-salida no haya nadie.
· En caso de que no haya nadie que indique que sea trabajador de la biblioteca, dejar la mochila sobre el mostrador donde se resguardan las pertenencias de los usuarios.
· Inmediatamente, atravesar el umbral con el sensor antirrobos.
· Tomar la mochila con el libro sustraído.
· Salir del lugar sin causar sospechas.
Al cruzar la calle, con dirección a las DACSyH, mi rostro de 18 años, mostraba una sonrisa inusual, quizá era la primera vez que sonreía de esa manera.
El acto fue el primero de una serie, que tiempo después, laborando de Juez Calificador y teniendo un ingreso quincenal, pude hacerme de esos libros que poco a poco fui quitando de los anaqueles de la biblioteca, y de la misma manera, poco a poco, esos libros sustraídos fueron reapareciendo en la biblioteca.
Y bueno, ayer que cumplí mis 42, después de muchos años de no ver a una buena amiga, nos encontramos en una librería, y luego de ponernos un poco al corriente con nuestras vidas, me dice: ahí conservo ese libro que me prestaste en nuestros años de la uni, lo conservo con todo y su ficha de resello. (*Escritor y promotor cultural)