Con las manos manchadas de sangre inocente, los bolsillos llenos de dinero del pueblo y una larga lista de corruptelas de todo tipo, promesas incumplidas, obras inconclusas y la aspiración —casi siempre fallida— de seguir siendo el poder tras el trono, terminaban sus sexenios quienes ocuparon la presidencia de la República durante el régimen neoliberal.
Coludidos para saquear al país y rematar al mejor postor —nacional o extranjero— los bienes de la Nación priistas y panistas olvidaron sus diferencias político ideológicas; el bipartidismo, creyeron, les permitiría perpetuarse en el poder en tanto, unos y otros, establecieran relaciones de complicidad con los poderes fácticos.
A los barones del dinero y a los dueños de los medios de comunicación acabaron sometiéndose en realidad y, desde Carlos Salinas de Gortari a Enrique Peña Nieto, pasando por sus cómplices panistas Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón, actuaron, en realidad, como gerentes al servicio de la oligarquía para pasar a ser, luego de entregar la banda presidencial, sus empleados o socios menores.
En el 2018 todo cambió. La coartada bipartidista para el saqueo y el sometimiento de la Nación no soportó la embestida de un pueblo consciente y decidido a cambiar no solo de presidente sino de régimen. Poner fin al frenesí privatizador y a la demolición sistemática de las instituciones del Estado que caracterizó a los gobiernos neoliberales fue el mandato que, en las urnas, recibió Andrés Manuel López Obrador.
Sé austero, sé honesto, sé eficiente, no te arredres, no te detengas, no hagas componendas de ningún tipo con los poderes fácticos, no cedas ante sus intentos de chantaje, enfréntalos de cara a la Nación, transforma a este país, cumple con todas tus promesas de campaña, esas mismas que, en todas las plazas públicas, has expuesto, explicado, discutido y repetido tantas veces le ordenaron las y los votantes. Solo al pueblo de México has de servir le dijeron; para eso te llevamos, con nuestros votos, a Palacio Nacional y Andrés Manuel que se hincó ante el pueblo —en el Zócalo de la CdMx en su primer acto como presidente— asumió la responsabilidad, inédita en la historia de México, de acatar la voluntad popular y mandar obedeciendo.
Un quiebre radical en la historia de sumisión del poder político al poder económico, que caracterizó al régimen neoliberal, se produjo justo en ese momento. La lectura de los 100 compromisos de campaña —la hoja de ruta de una transformación pacífica, democrática, radical y en libertad— siguió después, en esa misma plaza, hasta entrada la noche.
Nada, ni nadie logró en los cinco años que han pasado desde entonces, desviar de sus propósitos que ha compartido —"porque su pecho no es bodega"— siempre con la Nación, ni detener a López Obrador. Hincado en esa plaza le sigo viendo o perdido entre esa enorme multitud con la que, a lo largo de casi seis horas, recorrió Reforma hace un año.
De la gente ante la que se hinca viene precisamente su fuerza —y no como en el caso de los presidentes neoliberales de los barones del dinero—, por eso navega libre de ataduras, por eso no lo abruma, como a sus antecesores neoliberales, que el fin de su mandato se aproxime.
Pocos hombres como él he conocido con tan clara consciencia de la caducidad del poder político y con tan poco apego al mismo. Pocos también tan infatigables, tan entregados al servicio público y tan conscientes de que solo sus obras, sus promesas cumplidas, serán su legado y el amor de su pueblo y la "justa medianía" su única recompensa.