Se dice -cada vez más- que vivimos en los tiempos de la “posverdad”. El Diccionario Oxford designó la palabra “posverdad” como la palabra del año 2016. Dicho término denota “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.
En 2004, el sociólogo Ralph Keyes usó el neologismo para titular su libro Post Truth y, más tarde, Eric Alterman y David Roberts lo aplicaron en un sentido político, para referirse a la utilización de la falsedad y la manipulación como estrategias discursivas con el claro objetivo de alcanzar el poder político a través de la persuasión de las masas. La noción de “posverdad” va ligada a la de “hechos alternativos”, que se contrapone a la de “hechos objetivos”.
Nada tiene de extraño que en nuestra época los hechos objetivos hayan llegado a ser menos importantes que las creencias o las emociones dado el desprestigio generalizado que sufre la razón, sitiada desde tantos lugares por parte del discurso post moderno. Resulta evidente que quien cuestiona los hechos objetivos utiliza un recurso tramposo para blindarse contra la refutación porque no tiene interés alguno en apoyar sus posiciones en argumentos, sino en causar en el interlocutor un determinado impacto a través del adecuado manejo de sus más recónditos resortes sentimentales.
Esta es hoy una estrategia habitual y plenamente consolidada en el mundo de la política, como bien saben todos los demagogos y lobos disfrazados con piel de cordero que, con su animada palabrería, sus estudiados gestos y su maquinaria propagandística, pretenden embelesar a las audiencias. No está claro que eso que hoy se llama posverdad sea algo muy distinto de un eufemismo para referirse a lo que siempre ha sido la mentira disfrazada de verdad.
El asunto, en efecto, es muy viejo, tan viejo, como la propia historia de nuestra civilización, si nos remontamos hasta los tiempos en que la democracia comenzó a dar sus primeros pasos, y junto con ella, el logos que permitió abrir en el mundo una brecha de sentido y significado.
En ese universo griego en el que la filosofía emergió por primera vez como un saber sistemático, Sócrates y los sofistas mantenían concepciones diferentes acerca de lo que eran el ser, la verdad o la justicia. Los sofistas se dedicaban profesionalmente a la instrucción de jóvenes a cambio de unos honorarios; jóvenes, por lo general, de buena familia, que querían entrar en la política.
No pretendían enseñar la verdad -pues no creían en ella- sino el arte de la persuasión, el arte de la apariencia que confería autoridad y resultaba útil para acceder al poder en una sociedad democrática como la ateniense del siglo V a. C. donde importaba más convencer que decir la verdad. Se vanagloriaban de ser capaces de hacer “fuerte el argumento más débil”, de ser lo suficientemente hábiles retóricamente como para hacer aparecer cualquier mentira como verdad.
Protágoras afirmaba: “No hay saber, sino un opinar”. Igualmente representativa del pensamiento sofista es la frase de Gorgias: “No hay ser; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría ser comunicado por medio del lenguaje.” Su relativismo y escepticismo les abocaba a afirmar que lo que llamamos “virtud” no existe realmente, sino que es una ficción, es decir, el deseo de figurar como virtuosos a ojos de los demás, y ello exclusivamente por el reconocimiento social que ese hecho trae consigo.
En realidad, lo que llamamos “virtud” y “bondad” serían cosas antinaturales, producto de la convención (nomos), ya que la auténtica virtud (physis) sería lo que conviene al más fuerte o poderoso. Como dice Protágoras: “La virtud es la destreza del fuerte”. Y en esas andamos en Tabasco.