Por estas tierras del trópico húmedo mexicano, cálidas a más no poder en las épocas de primavera y verano, "el sol nace para todos... no distingue las fronteras, ni la raza, ni el color", como dice la exitosa canción de Ricardo Ceratto. Lo que la letra no menciona es que la fuerte radiación solar impacta de manera diferente sobre quienes la reciben: algunos no se inmutan, bastantes se sofocan, otros desvarían.
Imagínese el efecto de estas altas temperaturas en campañas electorales. Imagínese qué tan ofuscados pueden quedar aquellos candidatos cuando, tras caminar mucho y convencer poco, prefieren construir la narrativa de su propia derrota.
Si bien es normal encontrar en una campaña a partidos y candidatos que se enfrascan en una reñida competencia, también están quienes, conscientes de que sus posibilidades de ganar se han esfumado, tratan de enrarecer el clima con mentiras y acusaciones muy rentables en el corto plazo; las intentan posicionar para construir una realidad alternativa y justificarse frente a sus seguidores.
La narrativa del fracaso suele estar motivada por objetivos incumplidos, por la aparición de la enorme brecha entre las aspiraciones y los logros. Los políticos la construyen con matices de ficción y a través de ella buscan reducir el trauma psicológico que resulta de su potencial revés.
Una revisión de procesos electorales en varios países —incluido México— nos ofrece un común denominador en los discursos de estos personajes: hablan en contra del sistema, sin presentar prueba alguna; anticipan fraude electoral, compra de votos, parcialidad de las autoridades (gubernamentales y electorales).
Ejemplos sobran. Para muestra, tres botones: en Perú, en las elecciones presidenciales de 2021, la candidata Keiko Fujimori ya anticipaba un presunto fraude sin haberse celebrado la segunda vuelta, que finalmente perdió ante su rival Pedro Castillo. Después de concluido el proceso continuó denunciando un fraude electoral inexistente y acusó a Castillo de haber ganado de forma ilegítima.
En Estados Unidos, Donald Trump siguió este mismo patrón de conducta. Cuando contendió en su primera elección arremetió en contra de las autoridades electorales de su país porque no estaba seguro de ganar. En las elecciones de 2020 no solo hizo lo mismo, es decir, anticiparse con un discurso belicoso, sino que fue más allá: veladamente azuzó a una turba de simpatizantes para que irrumpieran en el Capitolio cuando los legisladores del Congreso empezaban a contar los votos del Colegio Electoral para elegir a un nuevo presidente. Él no acudió. Tiró la piedra y escondió la mano. Prefirió seguir por televisión las caóticas horas de enfrentamiento. Sorprende que una sociedad aparentemente educada y sofisticada en muchos aspectos se convierta en rehén de este tipo de mentiras.
En México... ¡qué podemos decir de México!: acá y acullá sobran los aspirantes que convierten en hábito la práctica de ficcionar los fracasos políticos. Tomemos en cuenta que nuestro país es uno de los más politizados, lo cual no significa mejor cultura política. Esta última es crucial para la legitimidad y el buen funcionamiento de la democracia. Una cultura política madura implica que los partidos, candidatos y militantes perdedores aceptan el juicio de los votantes sin anticipar historias de infortunios, donde a todo y a todos culpan.
La pauta para justificar el fracaso se ha vuelto tan predecible y común que me hizo recordar un párrafo del libro titulado "Futbol a sol y sombra", del filósofo y escritor uruguayo Eduardo Galeano, dedicado de manera especial a un árbitro, que dice: "Los derrotados pierden por él... Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera".
En conclusión, los candidatos derrotados pueden moldear sus discursos con la finalidad de alterar la percepción de sus seguidores, pero la realidad termina por alcanzarlos. Más tarde que nunca pierden hasta la confianza. Lo cierto es que deberían ceñirse a una gran lección: en una competencia electoral nadie es inmune a la derrota y hay que tener temple y madurez para aceptarla.
LA PALABRA PRECISA: URAMI
Palabra japonesa que designa a la amargura que puede surgir cuando alguien se siente aislado o resentido.