Desde el inicio de las campañas políticas —en febrero a nivel federal y en marzo a nivel estatal—, hay otras contiendas que se están librando de modo intenso, y no precisamente en el territorio, sino en el mundo de la comunicación virtual. Una de ellas es la desenfrenada batalla por acaparar la atención de los electores, a través de mensajes viles y amañados, mensajes que solo desnudan los trastornos fóbicos de quienes los diseñan y promueven. Se le conoce, por lo regular, como "guerra sucia".
Para masificar este tipo de mensajes, se realizan operaciones encubiertas en redes sociales mediante páginas de perfiles falsos o de supuestos medios digitales que, ni por asomo, reúnen las características mínimas de empresas de comunicación serias, responsables, autorreguladas y con un probado respeto por las reglas de civilidad que sirven de garantes al ejercicio de la libertad de expresión.
Sin que suene demasiado academicista —aunque esta colaboración no persigue otro fin que ese—, podría decirse que la "guerra sucia electoral" está conformada por una serie de acciones no solamente ilegales sino también inmorales, promovidas por partidos políticos, militantes, simpatizantes o nomofóbicos a sueldo (adictos a los móviles y las redes sociales), a quienes no les pesa el agravio que causan, porque al final de cuentas su objetivo es hacer el mayor daño posible, tanto como para aniquilar virtualmente al adversario, sin importar de qué artilugios se valgan para conseguirlo.
La clara intención de distorsionar la imagen de opositores es, a mi juicio, una forma de violencia hipodérmica. Les explico: existe en comunicación un modelo según el cual los receptores de los mensajes tienden a ser pasivos y la información que reciben, por repetición y persistencia, moldea sus percepciones y respuestas ante ciertos hechos o personas. Se le conoce como teoría de la aguja hipodérmica y a decir de Harold Lasswell, uno de sus impulsores, el mensaje se repite de forma tan constante que al final es aceptado sin cuestionamiento (como una sutil y fina aguja que inyecta sustancias en el cuerpo por vía subcutánea).
Por fortuna, esta teoría, que tuvo su auge en el primer tercio del siglo XX, se ha visto superada por la multiplicidad de medios y alternativas que tienen las audiencias para enterarse de lo que acontece a su alrededor, de tal manera que han dejado de ser pasivas para convertirse en activas. Pero a la par de estas modificaciones comportamentales, también ha arreciado el interés por volver exponencial "la guerra sucia" en diferentes espacios y plataformas.
La distorsión, el ruido, la disonancia produce mayor contaminación mediática, porque, como antes mencioné, los que se valen de las redes sociales para masificar mensajes perjuiciosos, sin el menor recato ni respeto a las obligaciones que trae consigo la libertad de expresión, son como flautistas egocéntricos que creen tener el poder para colocarse en medio de una sala de conciertos a ejecutar su instrumento sin conocer la partitura que los verdaderos profesionales de la comunicación van leyendo, ellos sí con actitud respetuosa, porque su fin es entonar una melódica pieza que confiera calidad a la democracia, al debate y a la vida pública en general.
Los otros, los nomofóbicos, los tardos, son maestros del embuste, el perjurio, el sofisma. Flautistas desentonados en medio de los intérpretes de una orquesta que hace lo necesario para leer responsablemente las partituras de su comportamiento ético.
Pese a lo riguroso del juicio, ante este escenario resuenan con acierto las palabras del filósofo italiano Umberto Eco: "El drama de internet es que ha promocionado al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad. Ahora todos los que habitan el planeta, incluyendo los locos —me reservo el otro calificativo—, tienen derecho a la palabra pública".