Santa Teresa de Jesús
Cuando concluyo la lectura de un libro se recargan mis emociones y un recuerdo arremete con fuerza en mi memoria: el de la tarde en que, tendido en una hamaca debajo de un cacaotal en casa de mi abuela materna, pude emancipar la imaginación durante cinco horas ininterrumpidas con la novela "Bajo la rueda" (1906), de Herman Hesse. Comprendí entonces, apenas entrada la adolescencia, el carácter mágico y trascendente de un libro.
Bien decía Hesse, el nobel de alabada prosa, que hay muchos mundos que el hombre no recibió como regalo de la naturaleza, sino como algo creado por su mente. Se refería al mundo de los libros, el más grandioso, porque sin la palabra, sin la escritura, no hay historia, no hay concepto de humanidad.
Con la lectura de aquel relato estimulante acerca de los periplos de un joven talentoso, sensible y solitario, al que le siguió el disfrute de "Siddhartha" y "El lobo estepario", aprendí a volar y a descubrir mi fascinación por los libros, en especial por los que tratan sobre libros. Así, con las pulsaciones al mil, viví de cerca la audacia y valentía del bombero Guy Montag en su defensa de las obras literarias y su decisión de unirse a quienes las memorizaban para salvarlas de los incendios, en "Fahrenheit 451", la famosa distopía de Ray Bradbury.
Estuve en la biblioteca de una Abadía del siglo XIV, atestiguando la sed de conocimiento de muchos monjes provenientes de lugares remotos, así como los acuciosos pasos de Guillermo de Baskerville en su intento por descubrir los misteriosos asesinatos que se perpetraban para impedir que saliera a la luz el segundo libro de poética de Aristóteles, una obra dedicada al humor, temida por considerarse que la risa no era más que un viento diabólico. Acertó usted, se trata de "El nombre de la rosa", de Umberto Eco.
Vaya, Liesel Meminger, una niña alemana de apenas nueve años de edad, me dio lecciones de arrojo y valor para cumplir sus sueños: leer y regalar palabras, en "La ladrona de libros", de Markus Zusak, una deslumbrante novela que nos enseña que el acto de leer también puede ser un antídoto contra la tristeza.
Libros sobre libros. ¿Se puede pedir más? La lista es interminable: "El amante de los libros", de Charles Nodier; "Un viejo que leía novelas de amor", de Luis Sepúlveda; "El libro de las ilusiones", de Paul Auster; "Mendel el de los libros", de Stefan Zweig; "La librería ambulante", de Christopher Morley; "El club Dumas", de Arturo Pérez Reverte; o los imprescindibles de la serie "El cementerio de los libros olvidados", de Carlos Ruiz Zafón. Muchos faltan por nombrar y quizá ahora mismo, en su mente, amable lector o lectora, se agolpan algunos títulos más.
Homenaje especial en el "Día Nacional del Libro", a celebrarse este 12 de noviembre, es el desfile de obras que reivindican en sus historias el papel de este maravilloso artefacto. Sobran quienes han pensado que el libro impreso no resistiría los embates de la era digital, que se transformaría en corto tiempo en objeto de museo, pero sigue ahí, guiñándonos el ojo a pesar de los pronósticos menos favorables, porque la experiencia sensorial que nos regala es irremplazable.
En el año 2019, la filóloga española Irene Vallejo publicó "El infinito en un junco", un libro sobre la historia de los libros. Por demás elocuente es el fragmento que me permito compartirle:
"El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor". ¡Cuánta razón! ¿No le parece?
DOSTOYEVSKYHablando de libros, hoy 11 de noviembre estaría cumpliendo 201 años de vida (apenas un chaval) Fiódor Dostoyevski, el escritor ruso que es considerado uno de los más grandes de la literatura universal. "Crimen y castigo" y "Los hermanos Karamázov" son dos obras imprescindibles entre su fecunda producción. En "Pobres gentes" (1846), su primera novela, expresa:
"La literatura entraña una cosa bella, Várinka, algo muy hermoso. ¡Y al mismo tiempo una cosa profunda! Fortifica e ilustra a los hombres. La literatura... viene a ser una pintura, en cierto sentido, claro está; un cuadro y un espejo; un espejo de las pasiones y de todas las cosas íntimas; es instrucción y edificación a un mismo tiempo, es crítica y es un gran documento humano".