Me recordó mi amigo Jorge Priego que André Breton decía que México es un país surrealista. Que para escribir historias surrealistas en México no era necesario recurrir a la fantasía y a la imaginación como lo hicieran Juan Rulfo o Gabriel García Márquez. Que sólo bastaba con escribir sobre ese surrealismo que es el pan de cada día en nuestro país.
Si Rulfo hubiera escrito la historia de un pueblo donde un ex presidiario es ungido de nuevo como candidato para gobernar las mismas arcas que saqueó, no le hubiéramos creído. Si Rulfo nos hubiera dicho también que una parte de esa sociedad alcahueta le ofreció a ese ex presidiario ser de nuevo candidato por el partido que saqueó por décadas al país y lo dejó en la ruina, tampoco le hubiéramos creído; nos hubiera parecido exagerado. Y si hubiera escrito que esta persona que estuvo en la cárcel por fraude, lejos de irse a vivir a un lugar remoto para esconder su vergüenza, sin más ni más, como héroe y víctima se pasea por las calles de Farmensi, su pueblo tampoco le hubiéramos creído a Rulfo.
Y en el colmo de esta comedia de simulaciones, desvergüenzas y equivocaciones (parafraseando a Shakespeare), el ex convicto cuenta de antemano con una parte de ese pueblo porque sabe que por décadas esa fracción de pueblo ha sido prostituida, corrompida y a quien las veces que ellos quieran le pueden comprar su voto y su voluntad por un plato de lentejas. Para eso lo envilecieron.
Este mundo que yo no llamaría surrealista sino el teatro del absurdo, donde Ionesco se hubiera quedado corto, el gobernante que sucedió al hoy ex presidiario fue el que se encargó de meterlo al bote. Les prometió a los aldeanos que en su gobierno no iba a tolerar la impunidad y que su administración iba a ser un dechado de honradez y de moral. Pero éste fulano resultó peor que su antecesor, hoy de nuevo candidato, y defraudó como ningún gobernante las arcas del gobierno a tal grado que los hospitales, al no tener camillas, terminaron por trasladar a los pacientes en carritos del supermercado. Y este fulano, que prometió acabar con la impunidad, se fue con todo y lía protegido precisamente por la impunidad que él mismo dijo que no iba tolerar. ¿Lo querías así o más surrealista o absurdo?, estimado lector.
Por otro lado, insistiendo en este asunto del “inmaculado pueblo”, “el intocable pueblo” y la incuestionable “voluntad del pueblo”, hay mucho, muchísimo qué cuestionar. De chamaco vimos tantas de aquellas películas de Tintan, de Mantequilla, de Pepe el Toro, Nosotros los pobres y ustedes los ricos donde aparecía un idealizado pueblo que vive en la vecindad, un “pueblo solidario”, “unido” por la pobreza, donde todos se ayudan por la necesidad de hacerlo. Según esas películas, los pobres son buenos por el hecho de ser pobres y los ricos por serlo todos son malos. Y ese esquema maniqueo, ha quedado muy encajado en la mente de las gentes hasta el día de hoy y muchos así se la creen.
Sin embargo, la película “Los olvidados” de Buñuel rompió con esa realidad idealizada y nos presentó una visión totalmente contraria a la utopía de la vecindad del “Chavo del ocho”. La película de Buñuel muestra con crudeza, la miseria humana, descarnada y trágica en que desde entonces viven los estratos más bajos de la sociedad mexicana. Esa película no fue muy bien recibida en los medios porque contravenía la imagen oficial que querían presentar los gobiernos “emanados de la revolución” y que según el discurso oficial estaban “ocupados en abatir la pobreza de México” y la desigualdad social. Muchos intelectuales de entonces y que ya disfrutaban las mieles del presupuesto gubernamental, como lo hacían Aguilar Camín y Enrique Krause antes de la 4T, criticaron la película. Los únicos que la aplaudieron entonces fueron Octavio Paz y David Alfaro Siqueiros.
Y si algo tiene la economía capitalista es que se nutre en la explotación del hombre por el hombre, donde la riqueza beneficia a unos cuantos y multiplica cada año el número de pobres. De esa cruda realidad surgen todas las patologías sociales propias de la pobreza: la promiscuidad, la prostitución, el alcoholismo, la delincuencia, la violencia intrafamiliar, la familia disfuncional, el envilecimiento social y la pérdida de valores, la irresponsabilidad ante el trabajo derivada de lo poco estimulante que es trabajar por salarios de hambre, el poco interés en la escuela a sabiendas que después estudiar una carrera no encuentras trabajo, etcétera y etcétera.
La situación de pobreza se multiplicó y exacerbó a partir del gobierno de Carlos Salinas con las recetas económicas neoliberales que sólo han generado en México multimillonarios más millonarios cuyos nombres aparecen en la lista de los hombres más ricos del mundo de la revista Forbes y en la multiplicación, cada sexenio, de más millones de mexicanos más pobres.
Las medidas privatizadoras del patrimonio nacional a partir de Salinas y la política entreguista al capital extranjero con la extranjerización de la banca con Zedillo continuaron con Fox, Calderón y Peña hasta terminar por desmantelar Pemex y entregar la CFE a los extranjeros. Estos apátridas acabaron con el estado benefactor, que en algo paliaba la pobreza de los mexicanos, y dejaron a las mayorías inermes, desprotegidas ante las fuerzas salvajes y explotadoras del mercado.
A ese pueblo envilecido es al que en cada proceso electoral los neoliberales prianistas le compran sus votos y sus conciencias, abusando de la pobreza económica y moral.